30 diciembre 2018



CALABAZAR DE SAGÜA, CON LOS BRAZOS ABIERTOS
Por Ismael León Almeida

Hay que saber lo que es llevar por veinte años una idea en la cabeza y que llegue el día de comenzar a cumplirla. Todo lo que uno quería era caminar por el cuadrante del país donde a Onelio Jorge Cardoso le nacieron esos cuentos, más aun, le vino al pecho y el cerebro esa manera de contar que nadie va a poder repetir, aunque quiera parecérsele. Al cabo de inevitables aplazamientos, toda la suerte del mundo le acompañaba: abría los brazos para acogerle Calabazar de Sagüa, el antiguo pueblo de economía azucarera del norte de la provincia de Villa Clara, donde nació el narrador.
El trayecto desde la capital es la rutina de una autopista que conoce de toda la vida, aunque sea por decirlo de algún modo. Sólo cuando ve por primera vez un letrero que dice “Cifuentes” comienza a poner atención al paisaje y ya el ómnibus transita por territorio de colinas suavemente onduladas, cubiertas de pasto reseco y parejo. Más adelante crecen lomas vestidas de espesos arbustos verdes y después, mientras tiene la sensación de haber alcanzado la zona más alta del viaje, el arbolado baja al borde de  la carretera estrecha  y avanza sus ramas sobre la cinta del pavimento. Entonces se llega de verdad a Cifuentes, que es pueblo mayor. Dejado atrás, más tarde pasará un sitio de poca población que es un central azucarero y luego el poblado también chico de Mata. Lo que sigue es Calabazar de Sagüa, donde va a quedarse por cinco días, viendo el ómnibus seguir para que concluya su viaje unos kilómetros adelante, en la ciudad de Encrucijada, cabecera municipal.
Mochila al hombro ya, anda el caminante sobre la acera que por tramos se acoge a los anchos portales sostenidos por columnas, bajo cubierta de añejas y fiables tejas criollas, que en su mente no acababan de parecérseles a aquellos bajo los cuales revivieron alguna vez  al trágico “Moñigueso” con un trago de agua con tierra. La calle Central Este sigue el trayecto de la carretera del Circuito Norte y el tráfico es por momentos tan espeluznante como en alguna avenida de La Habana. Una edificación esquinera, en la acera de enfrente, nos pone al tanto de que nos hallamos en territorio de Sapos, una de las huestes de las famosas parrandas del lugar; los Chivos, tradicionales rivales, moran al otro lado del río, por la banda occidental del pueblo. Cerca, una estructura de madera se levanta dos pisos, la futura carroza del festejo.
Dejando atrás el puente se acerca el escritor Amador Hernández, a recibir al colega con la cordialidad añeja de los campos cubanos y un par de libros en las manos. Es profesor en activo y su bibliografía debería sorprenderle, pues no solamente la integran títulos impresos en la provincia, sino algunos por editoriales de la capital e incluso un par que han merecido atención de editores en Estados Unidos y España, donde no hay demasiados literatos que pudieran batir su promedio de una obra impresa cada dos años, si dejamos aparte las reimpresiones. A casa se lleva autografiados el ejemplar de Felices los normales, un conjunto de crónicas sobre personajes locales, y la novela Morir en el fin del mundo, finalista del premio Alejo Carpentier en 2012. Páginas habrá para contar sobre ellos.
Cordial anfitrión, el narrador ilustra durante el andar al recién llegado, acerca del pueblo donde ha residido durante casi toda su vida. Con vocación de pedagogo ya experimentado, muestra la fachada de la casa de Onelio, precisa los lugares que ocuparon en un tiempo pasado el teatro Martí y, enfrente, el hotel Las Brisas, pertenecientes al patrimonio familiar del recordado cuentista; el sitio donde se hallaba la gran farmacia que ardió a causa de los fuegos artificiales de una parranda; el local que ocupaba el Bazar de los Turcos, quienes en realidad eran libaneses, y comenta de las famosas verbenas que también se hacían en Calabazar de Sagüa.

El pueblo
En domingo arribó usted y amaneciendo el lunes se anima la avenida central de Calabazar de Sagüa en todas sus aceras. Abundan los puestos de cuentapropistas y algunos establecimientos estatales: estamos en 2018 y el año se nos va acabando. Hay venta de alimentos ligeros y bastante quincallería o muy diversos artículos industriales, sobre todo artesanía de uso doméstico en amplio surtido. Los ojos buscan algo de la antigua esencia del poblado, que permita hallar el origen de algunas referencias literarias. De piedra serían las antiguas calles, recordará sin dudas, “...de piedras redondas todavía y que solo después de lavadas por un aguacero largo y salido el sol, enceguecían devolviendo la luz” (“Jacinto carpintero”). Hoy el pavimento, donde existe, es el mismo que en todas partes, salvo el compacto y polvoriento terraplén de algunas callejuelas interiores..
Está el parque, en el mismo espacio que ocupaba mucho antes de los años adolescentes de Onelio, pero no hay sombra de los viejos pinos, auténticos pinos del país, que seguramente eran su mejor adorno. El sitio donde muchachos y muchachas se paseaban en contra, primer acto de la regeneración poblacional, del que vamos a saber desde las páginas de “Un olor a clavellinas” o “Los cuatro días de Mario Benjamín”. Ahora los árboles son distintos, tiene una glorieta hexagonal de cruda albañilería y servicio wifi. El busto de José Martí, con su mensaje de igualdad racial, mira directo al sol de cada amanecer y, allá a su fondo, en una de las tres hileras de fachadas que circundan al espacio público, permanece cerrada ya por un tiempo la Casa de Cultura “Onelio Jorge Cardoso”.
Nació el cuentista en el hotel Las Brisas, propiedad del abuelo materno, mencionado sin alterarle el nombre del local en “Nadie me encuentre ese muerto”. En otro de los cuentos, “Los patines”, se hace visible la raíz autobiográfica del dato:
― ¿Te acuerdas del hotel? pues está en pie todavía.
― ¡Asombroso!
― Tal como tú lo viste hace más de cuarenta años.
― Allí nací. Mi madre decía que cuando eso, vino la luz a mi pueblo.
Ficción al cabo, podría desconfiarse de su fuente, pero testimonios cercanos que en su momento serán dichos lo confirmaron hace muchos años. De todas formas difícil tarea resultaría al cabo hallar más información acerca del hotel y del antiguo teatro, inmuebles desaparecidos hace bastantes años bajo pasadas etapas de renovación urbanística en la calle principal del pueblo.
Casi enfrente del sitio donde tuvo levantadas sus dos plantas de madera el hotel, ha trascendido hasta hoy la casa a la que poco después del nacimiento del narrador se trasladó el matrimonio de Basilio Jorge Barrero, capitán del Ejército Libertador y, alguna vez, alcalde de Calabazar de Sagüa, y su esposa Edelmira Cardoso Bravo, que era de la provincia de Matanzas. La amplia fachada, arropada por un singular entablado en ángulo, revela que bajo el techo un poco agobiado por su propio peso se acoge la existencia de dos núcleos familiares. Uno de ellos es el de la profesora Fabiola Martínez Rodríguez, ya jubilada, que ofrece a usted amables reminiscencias.

― En la década del cuarenta compró la casa mi abuelo, Domingo Martínez Pérez, a unos curros que ahí vivían desde que la familia de Onelio la vendió. Ahí me traen, para esa casa, a la edad  de un año.

Una placa muy modesta que atornillaron a la fachada ya comenzado el siglo en curso  recuerda la residencia del literato en el viejo inmueble, cuyas dimensiones y sólido maderamen prometería amplitud a un centro cultural para el cual existen no pocas razones y cuya vitalidad ya estaría asegurada por una generación muy activa de escritores en el propio municipio. Cree la profesora Fabiola que fue en la casa donde nació Onelio, en lugar del hotel, pues así se lo hizo saber una antigua vecina que en otro tiempo residía en una casa inmediata, diciendo que luego de venir al mundo el primer muchacho de aquella familia, había ido a llevarle a la madre una botella de vino de oporto, que era costumbre de aquel tiempo. Su descripción de la  disposición interior de la vivienda pudo luego verificarse en una visita a los ocupantes del otro lado del inmueble:
― La casa tenía al lado derecho un zaguán. Seguían, tres cuartos amplios, una cocina a continuación y un baño; un cuarto adicional, que ahora hay al final, lo construyó mi abuelo cuando se mudó para esa casa. Del lado izquierdo, una sala amplia, una saleta y un comedor grande, donde cabía una mesa de ocho sillas, una vitrina y un aparador, porque la familia era grande.  Desde el zaguán se salía a un pasillo amplio que daba al patio, donde había canteros con flores. También dos matas grandes de mangos, una de las cuales la tumbó el último ciclón, y otras de naranja dulce y agria, chirimoya, anón,  limonero. Había un flamboyán rojo, que lo talaron a causa de que sus raíces levantaban los canteros. Al fondo del patio estaba la casita de cristal donde la mamá de Onelio tomaba los baños de sol. Ya no existía cuando mi abuelo compró la casa, pero queda la plancha de cemento donde estaba levantada.
En el parque de Calabazar de Sagüa nacen y se juntan todos los caminos por los que las gentes del lugar hacen su vida, según para donde vaya o venga cada cual. Por uno se sube hasta Sagüa la Grande, que por el nombre se le adivina un poco el papel de abuela de los asentamientos que surgían, cuando de las haciendas nacían caseríos que llegaban a partidos y algunos finalmente alcanzarían la condición de términos municipales. Marchando por ese camino un par de siglos atrás, hallaban agradable los viajeros detenerse a tomar un refrigerio a la sombra, llegados a un extenso sembradío de calabazas al lado del río. Fundaron el pueblo en 1865, en tierras del corral San Francisco del Calabazar, y cuatro años después tenía 72 habitantes, quienes no anduvieron muy lentos en sus asuntos, porque ya en 1879 se les concedió ayuntamiento.
Hoy usted ha decidido explorar la avenida Central Sur, por la que se ha entrado antes desde Santa Clara, la capital provincial. El ancho tramo de su arranque en el parque tiene también su busto el general Antonio Maceo, colocado allí el 7 de diciembre de 1949, y un pequeño obelisco a la memoria de Neftalí Martínez de Peláez, un joven masón que cae combatiendo en la huelga del 9 de abril de 1958. Dichas para hoy parecen las palabras de Maceo inscritas en la piedra: “No hay conveniencia personal para mí ante el interés general, que es el bien de la Patria”.
Corta ha sido la marcha, en verdad, cuando, conversando con parroquianos que plácidamente esperaban un transporte o el paso de la mañana, le advierte alguno que se halla precisamente en el portal de la Biblioteca “José Manuel Fuentes Jiménez”. Adentro salta a la vista que faltan los estantes para libros, archivos y tarjeteros que darían su identidad de oficio al local así nombrado, pero es que todo el mobiliario anda disperso e igual los fondos de lectura, porque el inmueble ha sido objeto de una restauración todavía en fase de terminación, explica el técnico Julio César Jiménez Díaz, quien amablemente acepta el donativo de dos ejemplares de los últimos libros que usted ha podido publicar; cada uno lleva una dedicatoria a la memoria de Onelio y en saludo a su pueblo natal.
Hablando del famoso cuentista le alcanza sonriente Yaneisi Linares, especialista en Tradiciones Culturales del municipio y, un rato más tarde, Johanka Hernández Pedroso, directora de la Casa de Cultura, con lo que se amplían los temas del diálogo. Le enteran, por ejemplo, de que el calendario anual de eventos culturales incluyen uno dedicado a Onelio Jorge Cardoso, el 11 de mayo, efeméride de su nacimiento, y los 29 de septiembre los dedican a recordar a otro de los creadores locales, el poeta repentista Chanito Isidrón, y pueden hacerlo también en el caso de Carlos Loveira, nacido en el poblado de El Santo, Encrucijada, en 1882. Celebran asimismo una Semana de la cultura y los 24 de junio es la fiesta del santo patrono de Calabazar de Sagüa, San Juan Bautista, fecha considerada el Día del Calabaceño Ausente, durante la cual regresan a festejar los nacidos en el pueblo desde los diversos lugares de residencia adonde los llevó la vida, y es ocasión de recuerdo para los fallecidos.
Hablando de pendientes, plantean las funcionarias que la Banda de conciertos del pueblo tuvo en otros tiempos su programa regular de presentaciones, en retretas que ofrecían en el parque del pueblo yeran acogidas con gusto por la ciudadanía. Ahora es una tradición que se ha perdido, insisten: nada más que por la falta de un trasporte para llevar los instrumentos en un trayecto de ¡dos cuadras! Dentro de la biblioteca, cuya funcionalidad ha sido dicho de lo que depende, están guardados los instrumentos pertenecientes a la Banda de música municipal, y un ordenado grupo de sillas respalda la idea de que habrá ocasiones en que algún público podrá ir a escuchar a sus músicos. Y está el caso de las verbenas, una antigua iniciativa tradicional, que los organizadores de las parrandas desarrollaban para recaudar fondos con los que sufragar los gastos del principal acontecimiento de cada año. Una verbena tendrá como centro un baile amenizado con agrupaciones musicales que generalmente son integradas por aficionados de la propia población, quienes ofrecen su arte gratuitamente, pero durante su celebración cuentan otros que también solía venderse o subastarse artesanías u otros tipos de artículos, bebidas y alimentos con su margen de ganancia para reforzar las arcas. Hoy no es autorizada esta forma de gestión para el autofinanciamiento de las parrandas, que dependen de un presupuesto estatal.
Otro ramal, de la red caminera que irradia el parque calabaceño, le llevará el martes a Encrucijada, a un encuentro con los escritores del municipio. Quería con el amigo Amador, hacer el trayecto de cinco kilómetros en un coche de caballos, para dialogar el paisaje desde tan cómodo trascurrir. Pero se adelantó un triciclo motor de los que abundan en el muy frecuentado tramo, y se ganó en tiempo lo que pudo ganarse en el placer de la vista. Pasaron entonces con aquella prisa de los conductores por delante de un terreno que llaman “El Chorrerón”, no por equívoco apelativo al prostíbulo que dicen estuvo en esa área, sino debido a un fenómeno de la hidrografía local, arrasado no por imperativos de la moral, sino debido a la necesidad de extraer material rocoso para la carretera que enlaza los dos pueblos. 
En el Museo Casa Natal Abel Santamaría esperaban los colegas escritores, en un encuentro preparado por la profesora universitaria Yernelis Ramos García, la amable jefa de cátedra de Literatura del sectorial de Cultura local. El museo es una casa de madera como las que aún quedan en estos pueblos de la banda septentrional de Villa Clara, pero que ha sido objeto de una reconstrucción de finos detalles, que alcanza a la autenticidad del mobiliario y a los valiosos exponentes de la familia Santa María Cuadrado.
Al presentarse, usted explicará su interés en Onelio por la relación de los temas que trata regularmente en sus textos  con una parte de la obra del cuentista local, específicamente en lo que respecta al tema de los pescadores, carboneros y otras gentes que habitan y frecuentan los paisajes litorales y sus oficios. Comienza a hablarse de los cuentos de Onelio que cada cual prefiere, y Sandra Rojas afirma que el de ella es “Un brindis por el Zonzo”; usted, por la razón ya dicha, es afecto de modo inevitable a “Los carboneros”, “El homicida” y “En la ciénaga”, y Tania Larrea dice que a ella le da sentimiento  el cuento “Mi hermana Visia”, que lo leyó un día a unas muchachas jóvenes que atendía como funcionaria de  una institución denominada Prevención Social, “y ellas lloraron”. Amador Hernández saca de su libro una de las tremendas anécdotas de “Moñigüeso”, el verdadero. Alguien había enterado al mítico idiota del pueblo de que Onelio había escrito un cuento con su nombre y le había hecho creer que estaba ganando dinero con él. Algo habría estado diciendo el singular personaje en sus salidas a los portales y el parque de Calabazar de Sagüa, y de algún modo la cosa llegó a oídos del escritor, porque se dice que en alguna u otra ocasión llegaba a Moñigüeso alguna ayudita   remitida por el cuentista.
Sandra recuerda entonces una anécdota de 1985. Cierto día que había en Calabazar de Sagüa un evento llamado “Palabras de papel”, al que suponían que Onelio iba a asistir, venían unas personas en un auto que les había dado botella, como se dice en Cuba cuando algún amable automovilista le lleva sin cobrarle un tramo del camino. Como el trayecto aburre, se ponen a hablar y de lo poco que había que decir lo más a mano era la novedad de aquella tarde. Dos señoras, muy lectoras al parecer, inician a ejercer la crítica literaria del cuentista, en términos bien coloquiales: “¿Qué escribe el viejo ese?”, preguntaba una; “A mí no me gusta”, subrayaba la otra. Y con argumentos de ese tenor bien habrían llenado un par de cuartillas, de ser escrito el diálogo, con lo cual no demoró en aparecer ante el parabrisas el cementerio y más abajo la torre de la iglesia, y llegar al punto en que todos se bajan del auto. Bajó el chofer, abrió amablemente la portezuela a sus pasajeras invitadas y las despidió:
― Muchas gracias por toda la crítica. Yo soy Onelio Jorge Cardoso.


El río
Estaba anotado en su “guía de trabajo” que al día siguiente usted se iba a la costa, en busca de la antigua finca y el curso de agua del estero, que tanto encanto y misterio ponen en algunos de esos cuentos. Pero en lo que duraba la estancia no había hallado argumento firme para irse a la aventura, y llegada la mañana con apatía del proyecto frustrado, entendió que sería de algún provecho desandar sin prisa ni plan las tranquilas callejuelas a un lado y otro del eje que traza el Circuito Norte a su paso por el pueblo. Halló curioso el modo de nombrar las calles que alguien escogió para esta población: las que siguen el trayecto de los meridianos terrestres se llaman, disciplinadamente, “Norte” o “Sur”, según del  lado en que se encuentren respecto a “Central”; las paralelas a esta, se apellidarán “Este” u “Oeste”, respetando la posición ocupada a cada lado del río. Los números de las calles son impares del lado occidental y pares hacia la parte por donde llega el primer sol.
No se indagó y nadie hizo mención de si esas calles tuvieron otros nombres antes, ni cuál es la razón por la que los que ahora tienen son de un modo que parecen puestos ahí un poco esquivos, como reticentes a que se usaran unos y se quitaran otros, o apáticos a la memoria, vaya uno a saber. Es solo una impresión, pero resulta inusual que un sitio que puede andarse un par de veces al día en cada sentido lleve en todas sus calles nombres como “1ra. del Norte”, “2da. del Sur”, “Calle Central Este”... y así tan metódico, tan en contraste con la fantasía de sus parrandas, como temiendo alguien que cualquiera llegara y no encontrara su dirección por lo difícil que resulta recordar una veintena de nombres.
Recorría el trazado del río por el interior del pueblo y halla el que dicen Puente de las Flores, que allí creen todos que es el que corresponde al cuento “Un olor a clavellina”, tras el cual se hallaba la casa de la maestra Graciela:
Lo primero que yo hubiera querido ver era el puente amarillo, el río manso y limpio, pasando por debajo. Las aguas claras en cuyo fondo había tantas biajacas ocultas entre los manchones de hierba bruja. Eso siempre pensé que sería lo primero por ver en regresando a mi pueblo, pero ahora contaba cuarenta años y entonces sólo diez (306).
Bajando el meridiano del pequeño mapamundi de este pueblo descubre otro cruce de agua bajo la vía y pregunto a un hombre si tenía nombre aquel puente que está en Pasaje 5ta Sur, casi en la intersección con la 3ra Sur, según dicen las placas que identifican las calles. El que venía transitando como de paso hacia sus asuntos del día, responde que ese es el puente del Cañón, y como sin prisa ya, se detiene a compartir ideas sobre el pobre estado de las aguas del río Calabazar, de los camarones del largo de un brazo que por allí mismo cogía cuando muchacho, cuando salía de noche a cuevearlos a lo largo del cauce. Vea que el río debió ser hermoso, con algunos fondos arenosos o de grava donde el agua se escapa en un hilo fino o en una lámina que destella, hasta ampliarse entre piedras o mostrar su calado en pocetas, pozas, anchas, hondas.
Heriberto Torres Jiménez se llama el guía para recorrer el curso del río. Salen adelante, siguiendo primero una calle que podría ser 7ma. del Este y pronto es solo un terraplén estrecho rodeado de algunas casas pequeñas de madera. Ya están fuera del trazado urbano y pronto aparece  lo que queda del viejo puente de La Vaguada. El nombre le viene de un servicio de agua para las locomotoras del ferrocarril cañero de uno de los centrales azucareros de la localidad. Los restos del viejo tanque de hierro reposan en lo que ahora es un herbazal junto a la última casa. No están los raíles metálicos ni las traviesas, pero unos fuertes bloques de hormigón indican el cimiento del paso que salvaba el cruce del río, justo en una caída de agua que todavía alegra la vista. Sus ojos de pescador valoran que esa de abajo habría sido una buena poza biajaquera, donde la muchachada de Calabazar acostumbraba bañarse en el verano, pero el sospechoso tinte azulado que lleva hoy el agua no es reflejo del cielo. Heriberto habla de cochiqueras que descargan al cauce, pero no quieren ir a verlas.
Unos pasos adelante hay un sembrado de maní y a un centenar de metros, del otro lado del terreno plano, aparece con su gran sombrero el dueño del par de hectáreas de terreno a la vista y dice Heriberto:

― Vamos hasta allá, ese es Cirilo.

Avanzan por las orillas del sembrado, cuidando que la suela no aplaste una planta. Cirilo Montes de Oca Pérez no va a querer fotografiarse con sombrero de ninguna manera. Aunque cuida la parcela y va en atuendo de trabajo, el gran sombrero al que agradece el sol no le place como compañía en una imagen. La familia de este licenciado en Ciencias Físicas ha sido por muchos años la propietaria de estos terrenos. Está jubilado de las aulas, donde trabajó toda su vida, y ahora se dedica a tiempo completo a su trabajo agrícola. No le vamos a preguntar la extensión de tierras que poseían los suyos; algo sería, porque el palmar hermoso que hay al fondo se llama así: “palmar de Montes de Oca”. No parece un terrateniente; más bien da la idea de un profesor jubilado que se está entreteniendo sembrando un par de hectáreas de tierra, y atendiéndolas de verdad. Mirando hacia lo que parece al visitante citadino un hermosísimo palmar, dice:

― Había ahí como mil palmas ― recuenta ―. Ahora está lleno de manigua. Antes uno soltaba los animales dentro del palmar y lo mismo las vacas que los caballos se iban comiendo los brotes que nacían y podía atravesarse entre las palmas y a lo largo de la orilla del río. Después comenzaron las medidas de orden, obligando a que los animales se encerraran en corraletas con tales y más cuales medidas, y empezaron las multas de quinientos pesos por tener los animales sueltos, que pagaba y pagaba y pagaba, hasta que un día ya no crié más animales. Ha disminuido mucho el número de palmas, entre los ciclones y la tala.
Cuando se despiden de Cirilo, siguen la orilla irregular del río, que por cierto ha dicho alguien que su nombre es San Juan de Calabazar, como si en algún meandro de la historia del poblamiento de esta comarca la influencia del Bautista hubiera pesado más que el título franciscano que llevaba el corral donde levantaron el pueblo. El cauce lleva agua, pero a punto de entrar al palmar se hace apenas una cañadita disimulada entre herbazales, como si fuera este su nacimiento. Poco más adelante hallan un joven que siembra boniato, anegando el terreno por el método de desviar el agua del cauce, represándolo en un sitio con sacos de tierra, para llevar el flujo hasta donde el terreno que necesita agua. Era un procedimiento que le trae la memoria desde unos campos cercanos a la villa de Güines, y a su abuelo vestido del mismo color que la tierra, los pies en la acequia y la azada convenciéndola del curso propicio a las raíces.
Conversando sobre Onelio, y curiosos de las cosas del campo, como la mata de estropajo que da sobre la tierra unos frutos como pepinos verdes, que siempre se habían visto colgados de una cerca o de un árbol, hacen el regreso a las calles del pueblo,  atravesando el área de una empresa que parece dedicarse a la maquinaria agrícola. Marchando por lo que todavía es carretera, dice el guía : “Vamos a casa de Pototo”. El viejo amigo vive en una de las escasas casas de altos que quedan en el pueblo y debe tener unas fotografías que pueden interesar al periodista. Era media mañana y estaba de elegante pijama a listas negras el hombre. “Raonel Jaureguí González”, dice, cuando su amigo presenta al visitante y su oficio. Entra un rato al interior de la vivienda y en otro rato vuelve al recibidor con media docena de fotos en las manos, impresas en cartulina de calidad de la primera mitad del siglo pasado, alguna con el tinte amarillento de una prestigiosa antigüedad. La más llamativa muestra al popular Moñigueso, junto a un joven amigo de boca abierta en regocijada carcajada, ante un cake que anuncia la celebración de un cumpleaños. El anfitrión permite hacer copia con la cámara digital y sorprende con su veredicto:

― “Moñigueso” es el único cuento que Onelio no logra.

Enseguida muestra en el celular otras imágenes, y al que busca saber hay una de ellas que le trae esperanza por su valor como documento de para ilustrar la biografía del cuentista. En primer plano hay seis caballeros con sombreros de pajilla comprados en la misma tienda el mismo día, y uno, tal vez conductor del coche donde los otros parecen tan ordenadamente sentados, lleva en la cabeza un sombrero de otro tipo, que tal parece el cómodo y funcional sombrero guajiro de yarey. Pegado a la acera está detenido un vehículo descapotable que nadie va a poner en duda que podría tratarse del que tenía el propietario del hotel Las Brisas, que es la construcción de dos plantas con el portal lleno de gentes que se ve detrás. Lástima lo desenfocada de la foto, tal vez copia de copias, pero cuya autenticidad no parece discutible.
Amable, Raonel Jaureguí todavía dispone de tiempo para desplegar para el visitante su archivo de memorias locales. Cuenta que ese hotel Las Brisas lo construyeron en 1920, el mismo año en que hicieron la tienda La Mariposa, con una inmensa dibujada con todos sus colores en la fachada y que la fantasía de Onelio puso a volar a lo largo del río hasta las lomas del Purio y regresar, asustada de la alta torre del central azucarero.  También cuenta ―o reseña más bien, si se le mira la edad―  que el parque tenía matas de álamo cuando lo hicieron en 1933, “pero en el treintipico lo sembraron de pinos”, y  ya usted sabía que allá por 1956 otro pujo propagandístico de la política lo cambió del todo otra vez, y así.
Asegura que una persona que le había dicho que Onelio tuvo de niño un carretoncito halado por un chivo en el que iba “al tope del tren de Santa Clara” a buscar los encargos que llevaban en ferrocarril para el hotel o el teatro de la familia. Como leyendas que crecen y se redondean, hay quien atribuye a los Cardoso de la línea materna del narrador la propiedad del hotel llamado Santa Clara Libre.  Pero el originalmente nombrado Gran Hotel Santa Clara Hilton, fue mandado a construir por el magnate Orfelio Ramos en 1954, cuando hacía mucho, pero mucho tiempo que la prosperidad material de la familia había volado en la crisis monetaria del primer cuarto de aquel siglo y Onelio tenía ya vida propia en la capital con el sustento cobrado entre el periodismo y la publicidad.
Como sabe que los días son pocos para búsqueda tanto tiempo soñada, pide el viajero señales de otros del pueblo que guarden recuerdos, papeles, fotos familiares. Aparece en la conversación del dueño de la casa donde es visita el nombre de Cuchín, llamado Reinaldo Castillo, hijo de un hombre al que llamaban Monono y parece comenzó en un tiempo promisoriamente remoto una importante colección de datos sobre Calabazar de Sagüa. Cargan la culpa los fuegos artificiales de una parranda del incendio en que se perdieron los archivos de esa familia. Recomienda el señor Jaureguí ver a una amiga suya, Maricela, nieta de un antiguo alcalde que además editaba un periódico, quien probablemente tenga bastantes fotos del pueblo. E hizo la visita, sí. La señora, que apartó unos minutos de la urgencia de recoger los nietos en la escuela, cuenta que la casa, que era la de su madre, se vino abajo un día y no quiso esta que se sacara nada de allí, y quedó expuesto a los mandatos de la intemperie todo lo que había sido su hogar, y que otro valioso archivo del poblado desapareciera, como si fuera su destino una obstinada reticencia a mantener otra memoria que el recuerdo vivo de sus gentes. Paciente andador, deja usted a cada nuevo conocido los datos de contacto, a ver si un día le sorprenden nuevas noticias de una crónica local que se sospecha cada vez más rica.

La loma del Miradero
En sus recorridos por el pueblo, verá en cambio que queda bastante de las viejas y muy sólidas edificaciones, donde está comprobado que los techados de tejas criollas son la norma. Hay casas de madera, viejísimas, muy altas y con troncos fuertes y de masiva forma en la estructura de columnas y vigas. Otras, de menor altura, las halla fabricadas en la carpintería cuidadosa de los bungalows importados, y bastantes llegaron a ser  edificadas mediante obra de vieja mampostería, la mayoría probablemente en la época de prosperidad azucarera de los años del 1920, que en la calle principal tienen amplios portales abiertos al paso del publico si estaban destinadas al comercio. Viviendas  de placa y paredes de bloque o ladrillo van sustituyendo también las casas de fachadas de madera de tablas labradas y grandes puertas, y los pisos de baldosas decoradas que probablemente no haya nadie que pueda reproducir hoy.
Un día sigue la calle Central Sur y al llegar al final del ancho paseo, llega a la fuentecilla pintada de azul de un pequeño parque y mirando con detenimiento sus viejos bancos de piedra va a descubrir textos casi borrados ya: “Honrar honra” y “La sangre de los buenos no se vierte nunca en vano”, los dos de José Martí. En un tercero, solo un nombre: “Vicente Boza Arismendiz. Concejal”, costumbre antigua de políticos. Más adelante la vía todavía urbana va ajustándose a la cotidianidad funcional de la vivienda del hombre, sin más afán que aprovechar lo mejor posible el espacio por el que pagó algún antepasado, útil con suerte a varias generaciones.
El cementerio marca el límite final del trazado urbano. Su interior es de una democrática modestia, pero la antigua arcada que da paso a los ataúdes y dolientes transmite solemnidad y respeto a pesar de su ajada arquitectura. Algo de clásico templo griego hay en su levantada fachada. A la sombra del hermoso silencio de su entrada duerme pacífico alguien que tal vez sea sepulturero, o simple caminante que se acoge al mensaje inscrito en lo alto del frontispicio: “Pax”. Bajo una tímida cruz, grabada y realzada en esmalte negro sobre una pequeña placa de granito fijada al muro, quedó de una pasada celebración de calabaceños ausentes el homenaje a los que reposan en el silencio que guarda un breve muro perimetral.
 “Al Miradero se va por el camino del cementerio”, me había dicho un compañero de viaje, de profesión florero, que bajó en Santa Clara para esperar a un hermano enfermo. Indicación muy cierta, pues pocos pasos adelante por la orilla de la carretera y ya se está entrando por un estrecho terraplén  hacia unas casas todavía en orden de población. En dos o tres preguntas, al pasar frente a los patios donde la gente hace alguna labor de su casa, se averigua el trayecto, y enseguida se nota que ya asciende el camino de tierra seca, entre cercados. Pasar un portillo y otro, luego doblar hacia el lado más alto cuando se acabe el cardón de la cerca, un hilo de púas al que se le cruza por debajo y ya es el espartillo que hace suave el paso y aromoso el olfato. Subiendo se comienza ya a ver la distancia del paisaje, neblinoso, se cubre un trecho siguiendo cauteloso el costado de la espinosa aroma y se abre una como plazoleta donde no hay un busto martiano que alguien dijo, sino otra vez un césped de claro espartillo, algunas rocas grises y unas pocas plantas de maguey espinoso, que usaban en los años malos para hacer la jabonadura del lavado de ropas y de cuerpos. 
Allá arriba no hay mirada que pueda ser más exacta que la que puso Onelio en «Jacinto carpintero»:
Una montaña teníamos; no muy crecida, pero sí lo suficiente para mirar desde su altura, a ocho leguas primero, la distancia como una gasa de atenuada transparencia, y después el mar detrás, vasto, lejano, azul, improbable entre cielo y suelo, creciéndose vertical por su inacabable dimensión ().
Hasta la costa brumosa se ve, línea más que todo imaginada en su impreciso trazo celeste, y tierra adentro bien lejos, salvo por el nordeste, donde cierra el paisaje la cadena breve de la Loma del Purio. Del pueblo, poco del trazado se distingue y algunas edificaciones aisladas, lo demás se disimula por el mucho arbolado. Por el norte, bien dicho casi al pie del Miradero, la recta cinta de una carretera que se adentra en el pueblo, y a un lado de ella el campanario de la iglesia. Hay en cambio un olor a resinas vivas, bajo un sol que es medicina bajándole al cuerpo atenuado por el largo urbano trasiego de los años.

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