CALABAZAR DE SAGÜA, CON LOS BRAZOS ABIERTOS
Por Ismael León Almeida
Hay que saber lo que es llevar por veinte años una idea en la cabeza y que
llegue el día de comenzar a cumplirla. Todo lo que uno quería era caminar por
el cuadrante del país donde a Onelio Jorge Cardoso le nacieron esos cuentos,
más aun, le vino al pecho y el cerebro esa manera de contar que nadie va a
poder repetir, aunque quiera parecérsele. Al cabo de inevitables aplazamientos,
toda la suerte del mundo le acompañaba: abría los brazos para acogerle Calabazar
de Sagüa, el antiguo pueblo de economía azucarera del norte de la provincia de
Villa Clara, donde nació el narrador.
El trayecto desde la capital es
la rutina de una autopista que conoce de toda la vida, aunque sea por decirlo
de algún modo. Sólo cuando ve por primera vez un letrero que dice “Cifuentes” comienza
a poner atención al paisaje y ya el ómnibus transita por territorio de colinas
suavemente onduladas, cubiertas de pasto reseco y parejo. Más adelante crecen
lomas vestidas de espesos arbustos verdes y después, mientras tiene la
sensación de haber alcanzado la zona más alta del viaje, el arbolado baja al
borde de la carretera estrecha y avanza sus ramas sobre la cinta del
pavimento. Entonces se llega de verdad a Cifuentes, que es pueblo mayor. Dejado
atrás, más tarde pasará un sitio de poca población que es un central azucarero
y luego el poblado también chico de Mata. Lo que sigue es Calabazar de Sagüa,
donde va a quedarse por cinco días, viendo el ómnibus seguir para que concluya
su viaje unos kilómetros adelante, en la ciudad de Encrucijada, cabecera
municipal.
Mochila al hombro ya, anda el
caminante sobre la acera que por tramos se acoge a los anchos portales
sostenidos por columnas, bajo cubierta de añejas y fiables tejas criollas, que
en su mente no acababan de parecérseles a aquellos bajo los cuales revivieron
alguna vez al trágico “Moñigueso” con un
trago de agua con tierra. La calle Central Este sigue el trayecto de la
carretera del Circuito Norte y el tráfico es por momentos tan espeluznante como
en alguna avenida de La Habana. Una edificación esquinera, en la acera de
enfrente, nos pone al tanto de que nos hallamos en territorio de Sapos, una de
las huestes de las famosas parrandas del lugar; los Chivos, tradicionales
rivales, moran al otro lado del río, por la banda occidental del pueblo. Cerca,
una estructura de madera se levanta dos pisos, la futura carroza del festejo.
Dejando atrás el puente se acerca
el escritor Amador Hernández, a recibir al colega con la cordialidad añeja de
los campos cubanos y un par de libros en las manos. Es profesor en activo y su
bibliografía debería sorprenderle, pues no solamente la integran títulos
impresos en la provincia, sino algunos por editoriales de la capital e incluso
un par que han merecido atención de editores en Estados Unidos y España, donde
no hay demasiados literatos que pudieran batir su promedio de una obra impresa
cada dos años, si dejamos aparte las reimpresiones. A casa se lleva autografiados
el ejemplar de Felices los normales,
un conjunto de crónicas sobre personajes locales, y la novela Morir en el fin del mundo, finalista del
premio Alejo Carpentier en 2012. Páginas habrá para contar sobre ellos.
Cordial anfitrión, el narrador
ilustra durante el andar al recién llegado, acerca del pueblo donde ha residido
durante casi toda su vida. Con vocación de pedagogo ya experimentado, muestra
la fachada de la casa de Onelio, precisa los lugares que ocuparon en un tiempo
pasado el teatro Martí y, enfrente, el hotel Las Brisas, pertenecientes al
patrimonio familiar del recordado cuentista; el sitio donde se hallaba la gran
farmacia que ardió a causa de los fuegos artificiales de una parranda; el local
que ocupaba el Bazar de los Turcos, quienes en realidad eran libaneses, y comenta
de las famosas verbenas que también se hacían en Calabazar de Sagüa.
El pueblo
En domingo arribó usted y
amaneciendo el lunes se anima la avenida central de Calabazar de Sagüa en todas
sus aceras. Abundan los puestos de cuentapropistas y algunos establecimientos
estatales: estamos en 2018 y el año se nos va acabando. Hay venta de alimentos
ligeros y bastante quincallería o muy diversos artículos industriales, sobre
todo artesanía de uso doméstico en amplio surtido. Los ojos buscan algo de la antigua
esencia del poblado, que permita hallar el origen de algunas referencias
literarias. De piedra serían las antiguas calles, recordará sin dudas, “...de
piedras redondas todavía y que solo después de lavadas por un aguacero largo y
salido el sol, enceguecían devolviendo la luz” (“Jacinto carpintero”). Hoy el
pavimento, donde existe, es el mismo que en todas partes, salvo el compacto y
polvoriento terraplén de algunas callejuelas interiores..
Está el parque, en el mismo espacio
que ocupaba mucho antes de los años adolescentes de Onelio, pero no hay sombra
de los viejos pinos, auténticos pinos del país, que seguramente eran su mejor
adorno. El sitio donde muchachos y muchachas se paseaban en contra, primer acto
de la regeneración poblacional, del que vamos a saber desde las páginas de “Un
olor a clavellinas” o “Los cuatro días de Mario Benjamín”. Ahora los árboles
son distintos, tiene una glorieta hexagonal de cruda albañilería y servicio
wifi. El busto de José Martí, con su mensaje de igualdad racial, mira directo
al sol de cada amanecer y, allá a su fondo, en una de las tres hileras de
fachadas que circundan al espacio público, permanece cerrada ya por un tiempo
la Casa de Cultura “Onelio Jorge Cardoso”.
Nació el cuentista en el hotel
Las Brisas, propiedad del abuelo materno, mencionado sin alterarle el nombre
del local en “Nadie me encuentre ese muerto”. En otro de los cuentos, “Los
patines”, se hace visible la raíz autobiográfica del dato:
― ¿Te acuerdas del hotel? pues está en pie
todavía.
― ¡Asombroso!
― Tal como tú lo viste hace más de cuarenta
años.
― Allí nací. Mi madre decía que cuando eso,
vino la luz a mi pueblo.
Ficción al cabo, podría
desconfiarse de su fuente, pero testimonios cercanos que en su momento serán
dichos lo confirmaron hace muchos años. De todas formas difícil tarea resultaría
al cabo hallar más información acerca del hotel y del antiguo teatro, inmuebles
desaparecidos hace bastantes años bajo pasadas etapas de renovación urbanística
en la calle principal del pueblo.
Casi enfrente del sitio donde tuvo
levantadas sus dos plantas de madera el hotel, ha trascendido hasta hoy la casa
a la que poco después del nacimiento del narrador se trasladó el matrimonio de
Basilio Jorge Barrero, capitán del Ejército Libertador y, alguna vez, alcalde
de Calabazar de Sagüa, y su esposa Edelmira Cardoso Bravo, que era de la
provincia de Matanzas. La amplia fachada, arropada por un singular entablado en
ángulo, revela que bajo el techo un poco agobiado por su propio peso se acoge
la existencia de dos núcleos familiares. Uno de ellos es el de la profesora Fabiola
Martínez Rodríguez, ya jubilada, que ofrece a usted amables reminiscencias.
― En la década del cuarenta
compró la casa mi abuelo, Domingo Martínez Pérez, a unos curros que ahí vivían
desde que la familia de Onelio la vendió. Ahí me traen, para esa casa, a la
edad de un año.
Una placa muy modesta que
atornillaron a la fachada ya comenzado el siglo en curso recuerda la residencia del literato en el viejo
inmueble, cuyas dimensiones y sólido maderamen prometería amplitud a un centro
cultural para el cual existen no pocas razones y cuya vitalidad ya estaría
asegurada por una generación muy activa de escritores en el propio municipio. Cree
la profesora Fabiola que fue en la casa donde nació Onelio, en lugar del hotel,
pues así se lo hizo saber una antigua vecina que en otro tiempo residía en una
casa inmediata, diciendo que luego de venir al mundo el primer muchacho de aquella
familia, había ido a llevarle a la madre una botella de vino de oporto, que era
costumbre de aquel tiempo. Su descripción de la disposición interior de la vivienda pudo luego
verificarse en una visita a los ocupantes del otro lado del inmueble:
― La casa tenía al lado derecho
un zaguán. Seguían, tres cuartos amplios, una cocina a continuación y un baño; un
cuarto adicional, que ahora hay al final, lo construyó mi abuelo cuando se mudó
para esa casa. Del lado izquierdo, una sala amplia, una saleta y un comedor
grande, donde cabía una mesa de ocho sillas, una vitrina y un aparador, porque la
familia era grande. Desde el zaguán se
salía a un pasillo amplio que daba al patio, donde había canteros con flores.
También dos matas grandes de mangos, una de las cuales la tumbó el último
ciclón, y otras de naranja dulce y agria, chirimoya, anón, limonero. Había un flamboyán rojo, que lo
talaron a causa de que sus raíces levantaban los canteros. Al fondo del patio
estaba la casita de cristal donde la mamá de Onelio tomaba los baños de sol. Ya
no existía cuando mi abuelo compró la casa, pero queda la plancha de cemento
donde estaba levantada.
En el parque de Calabazar de
Sagüa nacen y se juntan todos los caminos por los que las gentes del lugar
hacen su vida, según para donde vaya o venga cada cual. Por uno se sube hasta
Sagüa la Grande, que por el nombre se le adivina un poco el papel de abuela de
los asentamientos que surgían, cuando de las haciendas nacían caseríos que
llegaban a partidos y algunos finalmente alcanzarían la condición de términos
municipales. Marchando por ese camino un par de siglos atrás, hallaban
agradable los viajeros detenerse a tomar un refrigerio a la sombra, llegados a
un extenso sembradío de calabazas al lado del río. Fundaron el pueblo en 1865,
en tierras del corral San Francisco del Calabazar, y cuatro años después tenía
72 habitantes, quienes no anduvieron muy lentos en sus asuntos, porque ya en
1879 se les concedió ayuntamiento.
Hoy usted ha decidido explorar la
avenida Central Sur, por la que se ha entrado antes desde Santa Clara, la
capital provincial. El ancho tramo de su arranque en el parque tiene también su
busto el general Antonio Maceo, colocado allí el 7 de diciembre de 1949, y un
pequeño obelisco a la memoria de Neftalí Martínez de Peláez, un joven masón que
cae combatiendo en la huelga del 9 de abril de 1958. Dichas para hoy parecen
las palabras de Maceo inscritas en la piedra: “No hay conveniencia personal
para mí ante el interés general, que es el bien de la Patria”.
Corta ha sido la marcha, en
verdad, cuando, conversando con parroquianos que plácidamente esperaban un
transporte o el paso de la mañana, le advierte alguno que se halla precisamente
en el portal de la Biblioteca “José Manuel Fuentes Jiménez”. Adentro salta a la
vista que faltan los estantes para libros, archivos y tarjeteros que darían su
identidad de oficio al local así nombrado, pero es que todo el mobiliario anda
disperso e igual los fondos de lectura, porque el inmueble ha sido objeto de
una restauración todavía en fase de terminación, explica el técnico Julio César
Jiménez Díaz, quien amablemente acepta el donativo de dos ejemplares de los
últimos libros que usted ha podido publicar; cada uno lleva una dedicatoria a
la memoria de Onelio y en saludo a su pueblo natal.
Hablando del famoso cuentista le
alcanza sonriente Yaneisi Linares, especialista en Tradiciones Culturales del
municipio y, un rato más tarde, Johanka Hernández Pedroso, directora de la Casa
de Cultura, con lo que se amplían los temas del diálogo. Le enteran, por
ejemplo, de que el calendario anual de eventos culturales incluyen uno dedicado
a Onelio Jorge Cardoso, el 11 de mayo, efeméride de su nacimiento, y los 29 de
septiembre los dedican a recordar a otro de los creadores locales, el poeta
repentista Chanito Isidrón, y pueden hacerlo también en el caso de Carlos
Loveira, nacido en el poblado de El Santo, Encrucijada, en 1882. Celebran
asimismo una Semana de la cultura y los 24 de junio es la fiesta del santo
patrono de Calabazar de Sagüa, San Juan Bautista, fecha considerada el Día del
Calabaceño Ausente, durante la cual regresan a festejar los nacidos en el
pueblo desde los diversos lugares de residencia adonde los llevó la vida, y es
ocasión de recuerdo para los fallecidos.
Hablando de pendientes, plantean
las funcionarias que la Banda de conciertos del pueblo tuvo en otros tiempos su
programa regular de presentaciones, en retretas que ofrecían en el parque del
pueblo yeran acogidas con gusto por la ciudadanía. Ahora es una tradición que se
ha perdido, insisten: nada más que por la falta de un trasporte para llevar los
instrumentos en un trayecto de ¡dos cuadras! Dentro de la biblioteca, cuya
funcionalidad ha sido dicho de lo que depende, están guardados los instrumentos
pertenecientes a la Banda de música municipal, y un ordenado grupo de sillas
respalda la idea de que habrá ocasiones en que algún público podrá ir a
escuchar a sus músicos. Y está el caso de las verbenas, una antigua iniciativa
tradicional, que los organizadores de las parrandas desarrollaban para recaudar
fondos con los que sufragar los gastos del principal acontecimiento de cada
año. Una verbena tendrá como centro un baile amenizado con agrupaciones
musicales que generalmente son integradas por aficionados de la propia población,
quienes ofrecen su arte gratuitamente, pero durante su celebración cuentan
otros que también solía venderse o subastarse artesanías u otros tipos de
artículos, bebidas y alimentos con su margen de ganancia para reforzar las
arcas. Hoy no es autorizada esta forma de gestión para el autofinanciamiento de
las parrandas, que dependen de un presupuesto estatal.
Otro ramal, de la red caminera que
irradia el parque calabaceño, le llevará el martes a Encrucijada, a un
encuentro con los escritores del municipio. Quería con el amigo Amador, hacer
el trayecto de cinco kilómetros en un coche de caballos, para dialogar el
paisaje desde tan cómodo trascurrir. Pero se adelantó un triciclo motor de los
que abundan en el muy frecuentado tramo, y se ganó en tiempo lo que pudo
ganarse en el placer de la vista. Pasaron entonces con aquella prisa de los
conductores por delante de un terreno que llaman “El Chorrerón”, no por
equívoco apelativo al prostíbulo que dicen estuvo en esa área, sino debido a un
fenómeno de la hidrografía local, arrasado no por imperativos de la moral, sino
debido a la necesidad de extraer material rocoso para la carretera que enlaza
los dos pueblos.
En el Museo Casa Natal Abel
Santamaría esperaban los colegas escritores, en un encuentro preparado por la
profesora universitaria Yernelis Ramos García, la amable jefa de cátedra de
Literatura del sectorial de Cultura local. El museo es una casa de madera como
las que aún quedan en estos pueblos de la banda septentrional de Villa Clara,
pero que ha sido objeto de una reconstrucción de finos detalles, que alcanza a
la autenticidad del mobiliario y a los valiosos exponentes de la familia Santa
María Cuadrado.
Al presentarse, usted explicará su
interés en Onelio por la relación de los temas que trata regularmente en sus
textos con una parte de la obra del
cuentista local, específicamente en lo que respecta al tema de los pescadores,
carboneros y otras gentes que habitan y frecuentan los paisajes litorales y sus
oficios. Comienza a hablarse de los cuentos de Onelio que cada cual prefiere, y
Sandra Rojas afirma que el de ella es “Un brindis por el Zonzo”; usted, por la
razón ya dicha, es afecto de modo inevitable a “Los carboneros”, “El homicida”
y “En la ciénaga”, y Tania Larrea dice que a ella le da sentimiento el cuento “Mi hermana Visia”, que lo leyó un
día a unas muchachas jóvenes que atendía como funcionaria de una institución denominada Prevención Social,
“y ellas lloraron”. Amador Hernández saca de su libro una de las tremendas
anécdotas de “Moñigüeso”, el verdadero. Alguien había enterado al mítico idiota
del pueblo de que Onelio había escrito un cuento con su nombre y le había hecho
creer que estaba ganando dinero con él. Algo habría estado diciendo el singular
personaje en sus salidas a los portales y el parque de Calabazar de Sagüa, y de
algún modo la cosa llegó a oídos del escritor, porque se dice que en alguna u
otra ocasión llegaba a Moñigüeso alguna ayudita remitida por el cuentista.
Sandra recuerda entonces una
anécdota de 1985. Cierto día que había en Calabazar de Sagüa un evento llamado
“Palabras de papel”, al que suponían que Onelio iba a asistir, venían unas
personas en un auto que les había dado botella, como se dice en Cuba cuando
algún amable automovilista le lleva sin cobrarle un tramo del camino. Como el trayecto
aburre, se ponen a hablar y de lo poco que había que decir lo más a mano era la
novedad de aquella tarde. Dos señoras, muy lectoras al parecer, inician a
ejercer la crítica literaria del cuentista, en términos bien coloquiales: “¿Qué
escribe el viejo ese?”, preguntaba una; “A mí no me gusta”, subrayaba la otra. Y
con argumentos de ese tenor bien habrían llenado un par de cuartillas, de ser
escrito el diálogo, con lo cual no demoró en aparecer ante el parabrisas el
cementerio y más abajo la torre de la iglesia, y llegar al punto en que todos
se bajan del auto. Bajó el chofer, abrió amablemente la portezuela a sus
pasajeras invitadas y las despidió:
― Muchas gracias por toda la
crítica. Yo soy Onelio Jorge Cardoso.
El río
Estaba anotado en su “guía de trabajo” que al día siguiente usted se iba a la
costa, en busca de la antigua finca y el curso de agua del estero, que tanto
encanto y misterio ponen en algunos de esos cuentos. Pero en lo que duraba la
estancia no había hallado argumento firme para irse a la aventura, y llegada la
mañana con apatía del proyecto frustrado, entendió que sería de algún provecho
desandar sin prisa ni plan las tranquilas callejuelas a un lado y otro del eje
que traza el Circuito Norte a su paso por el pueblo. Halló curioso el modo de
nombrar las calles que alguien escogió para esta población: las que siguen el
trayecto de los meridianos terrestres se llaman, disciplinadamente, “Norte” o
“Sur”, según del lado en que se
encuentren respecto a “Central”; las paralelas a esta, se apellidarán “Este” u “Oeste”,
respetando la posición ocupada a cada lado del río. Los números de las calles
son impares del lado occidental y pares hacia la parte por donde llega el
primer sol.
No se indagó y nadie hizo mención
de si esas calles tuvieron otros nombres antes, ni cuál es la razón por la que
los que ahora tienen son de un modo que parecen puestos ahí un poco esquivos, como
reticentes a que se usaran unos y se quitaran otros, o apáticos a la memoria,
vaya uno a saber. Es solo una impresión, pero resulta inusual que un sitio que puede
andarse un par de veces al día en cada sentido lleve en todas sus calles
nombres como “1ra. del Norte”, “2da. del Sur”, “Calle Central Este”... y así
tan metódico, tan en contraste con la fantasía de sus parrandas, como temiendo
alguien que cualquiera llegara y no encontrara su dirección por lo difícil que
resulta recordar una veintena de nombres.
Recorría el trazado del río por
el interior del pueblo y halla el que dicen Puente de las Flores, que allí creen
todos que es el que corresponde al cuento “Un olor a clavellina”, tras el cual
se hallaba la casa de la maestra Graciela:
Lo primero que yo hubiera querido ver era el
puente amarillo, el río manso y limpio, pasando por debajo. Las aguas claras en
cuyo fondo había tantas biajacas ocultas entre los manchones de hierba bruja.
Eso siempre pensé que sería lo primero por ver en regresando a mi pueblo, pero
ahora contaba cuarenta años y entonces sólo diez (306).
Bajando el meridiano del pequeño
mapamundi de este pueblo descubre otro cruce de agua bajo la vía y pregunto a
un hombre si tenía nombre aquel puente que está en Pasaje 5ta Sur, casi en la
intersección con la 3ra Sur, según dicen las placas que identifican las calles.
El que venía transitando como de paso hacia sus asuntos del día, responde que ese
es el puente del Cañón, y como sin prisa ya, se detiene a compartir ideas sobre
el pobre estado de las aguas del río Calabazar, de los camarones del largo de
un brazo que por allí mismo cogía cuando muchacho, cuando salía de noche a
cuevearlos a lo largo del cauce. Vea que el río debió ser hermoso, con algunos
fondos arenosos o de grava donde el agua se escapa en un hilo fino o en una
lámina que destella, hasta ampliarse entre piedras o mostrar su calado en
pocetas, pozas, anchas, hondas.
Heriberto Torres Jiménez se llama
el guía para recorrer el curso del río. Salen adelante, siguiendo primero una
calle que podría ser 7ma. del Este y pronto es solo un terraplén estrecho
rodeado de algunas casas pequeñas de madera. Ya están fuera del trazado urbano
y pronto aparece lo que queda del viejo
puente de La Vaguada. El nombre le viene de un servicio de agua para las
locomotoras del ferrocarril cañero de uno de los centrales azucareros de la
localidad. Los restos del viejo tanque de hierro reposan en lo que ahora es un
herbazal junto a la última casa. No están los raíles metálicos ni las
traviesas, pero unos fuertes bloques de hormigón indican el cimiento del paso
que salvaba el cruce del río, justo en una caída de agua que todavía alegra la
vista. Sus ojos de pescador valoran que esa de abajo habría sido una buena poza
biajaquera, donde la muchachada de
Calabazar acostumbraba bañarse en el verano, pero el sospechoso tinte azulado
que lleva hoy el agua no es reflejo del cielo. Heriberto habla de cochiqueras
que descargan al cauce, pero no quieren ir a verlas.
Unos pasos adelante hay un
sembrado de maní y a un centenar de metros, del otro lado del terreno plano,
aparece con su gran sombrero el dueño del par de hectáreas de terreno a la
vista y dice Heriberto:
― Vamos hasta allá, ese es
Cirilo.
Avanzan por las orillas del
sembrado, cuidando que la suela no aplaste una planta. Cirilo Montes de Oca
Pérez no va a querer fotografiarse con sombrero de ninguna manera. Aunque cuida
la parcela y va en atuendo de trabajo, el gran sombrero al que agradece el sol
no le place como compañía en una imagen. La familia de este licenciado en Ciencias
Físicas ha sido por muchos años la propietaria de estos terrenos. Está jubilado
de las aulas, donde trabajó toda su vida, y ahora se dedica a tiempo completo a
su trabajo agrícola. No le vamos a preguntar la extensión de tierras que
poseían los suyos; algo sería, porque el palmar hermoso que hay al fondo se
llama así: “palmar de Montes de Oca”. No parece un terrateniente; más bien da
la idea de un profesor jubilado que se está entreteniendo sembrando un par de
hectáreas de tierra, y atendiéndolas de verdad. Mirando hacia lo que parece al
visitante citadino un hermosísimo palmar, dice:
― Había ahí como mil palmas ―
recuenta ―. Ahora está lleno de manigua. Antes uno soltaba los animales dentro
del palmar y lo mismo las vacas que los caballos se iban comiendo los brotes
que nacían y podía atravesarse entre las palmas y a lo largo de la orilla del
río. Después comenzaron las medidas de orden, obligando a que los animales se
encerraran en corraletas con tales y más cuales medidas, y empezaron las multas
de quinientos pesos por tener los animales sueltos, que pagaba y pagaba y
pagaba, hasta que un día ya no crié más animales. Ha disminuido mucho el número
de palmas, entre los ciclones y la tala.
Cuando se despiden de Cirilo, siguen
la orilla irregular del río, que por cierto ha dicho alguien que su nombre es
San Juan de Calabazar, como si en algún meandro de la historia del poblamiento
de esta comarca la influencia del Bautista hubiera pesado más que el título
franciscano que llevaba el corral donde levantaron el pueblo. El cauce lleva
agua, pero a punto de entrar al palmar se hace apenas una cañadita disimulada
entre herbazales, como si fuera este su nacimiento. Poco más adelante hallan un
joven que siembra boniato, anegando el terreno por el método de desviar el agua
del cauce, represándolo en un sitio con sacos de tierra, para llevar el flujo hasta
donde el terreno que necesita agua. Era un procedimiento que le trae la memoria
desde unos campos cercanos a la villa de Güines, y a su abuelo vestido del
mismo color que la tierra, los pies en la acequia y la azada convenciéndola del
curso propicio a las raíces.
Conversando sobre Onelio, y curiosos
de las cosas del campo, como la mata de estropajo que da sobre la tierra unos
frutos como pepinos verdes, que siempre se habían visto colgados de una cerca o
de un árbol, hacen el regreso a las calles del pueblo, atravesando el área de una empresa que parece
dedicarse a la maquinaria agrícola. Marchando por lo que todavía es carretera, dice
el guía : “Vamos a casa de Pototo”. El viejo amigo vive en una de las escasas
casas de altos que quedan en el pueblo y debe tener unas fotografías que pueden
interesar al periodista. Era media mañana y estaba de elegante pijama a listas
negras el hombre. “Raonel Jaureguí González”, dice, cuando su amigo presenta al
visitante y su oficio. Entra un rato al interior de la vivienda y en otro rato
vuelve al recibidor con media docena de fotos en las manos, impresas en
cartulina de calidad de la primera mitad del siglo pasado, alguna con el tinte
amarillento de una prestigiosa antigüedad. La más llamativa muestra al popular
Moñigueso, junto a un joven amigo de boca abierta en regocijada carcajada, ante
un cake que anuncia la celebración de un cumpleaños. El anfitrión permite hacer
copia con la cámara digital y sorprende con su veredicto:
― “Moñigueso” es el único cuento
que Onelio no logra.
Enseguida muestra en el celular
otras imágenes, y al que busca saber hay una de ellas que le trae esperanza por
su valor como documento de para ilustrar la biografía del cuentista. En primer
plano hay seis caballeros con sombreros de pajilla comprados en la misma tienda
el mismo día, y uno, tal vez conductor del coche donde los otros parecen tan
ordenadamente sentados, lleva en la cabeza un sombrero de otro tipo, que tal
parece el cómodo y funcional sombrero guajiro de yarey. Pegado a la acera está
detenido un vehículo descapotable que nadie va a poner en duda que podría
tratarse del que tenía el propietario del hotel Las Brisas, que es la
construcción de dos plantas con el portal lleno de gentes que se ve detrás.
Lástima lo desenfocada de la foto, tal vez copia de copias, pero cuya autenticidad
no parece discutible.
Amable, Raonel Jaureguí todavía
dispone de tiempo para desplegar para el visitante su archivo de memorias
locales. Cuenta que ese hotel Las Brisas lo construyeron en 1920, el mismo año
en que hicieron la tienda La Mariposa, con una inmensa dibujada con todos sus
colores en la fachada y que la fantasía de Onelio puso a volar a lo largo del
río hasta las lomas del Purio y regresar, asustada de la alta torre del central
azucarero. También cuenta ―o reseña más
bien, si se le mira la edad― que el
parque tenía matas de álamo cuando lo hicieron en 1933, “pero en el treintipico
lo sembraron de pinos”, y ya usted sabía
que allá por 1956 otro pujo propagandístico de la política lo cambió del todo
otra vez, y así.
Asegura que una persona que le
había dicho que Onelio tuvo de niño un carretoncito halado por un chivo en el
que iba “al tope del tren de Santa Clara” a buscar los encargos que llevaban en
ferrocarril para el hotel o el teatro de la familia. Como leyendas que crecen y
se redondean, hay quien atribuye a los Cardoso de la línea materna del narrador
la propiedad del hotel llamado Santa Clara Libre. Pero el originalmente nombrado Gran Hotel
Santa Clara Hilton, fue mandado a construir por el magnate Orfelio Ramos en
1954, cuando hacía mucho, pero mucho tiempo que la prosperidad material de la
familia había volado en la crisis monetaria del primer cuarto de aquel siglo y
Onelio tenía ya vida propia en la capital con el sustento cobrado entre el
periodismo y la publicidad.
Como sabe que los días son pocos
para búsqueda tanto tiempo soñada, pide el viajero señales de otros del pueblo
que guarden recuerdos, papeles, fotos familiares. Aparece en la conversación
del dueño de la casa donde es visita el nombre de Cuchín, llamado Reinaldo Castillo, hijo de un hombre al que
llamaban Monono y parece comenzó en
un tiempo promisoriamente remoto una importante colección de datos sobre
Calabazar de Sagüa. Cargan la culpa los fuegos artificiales de una parranda del
incendio en que se perdieron los archivos de esa familia. Recomienda el señor
Jaureguí ver a una amiga suya, Maricela, nieta de un antiguo alcalde que además
editaba un periódico, quien probablemente tenga bastantes fotos del pueblo. E hizo
la visita, sí. La señora, que apartó unos minutos de la urgencia de recoger los
nietos en la escuela, cuenta que la casa, que era la de su madre, se vino abajo
un día y no quiso esta que se sacara nada de allí, y quedó expuesto a los
mandatos de la intemperie todo lo que había sido su hogar, y que otro valioso
archivo del poblado desapareciera, como si fuera su destino una obstinada
reticencia a mantener otra memoria que el recuerdo vivo de sus gentes. Paciente
andador, deja usted a cada nuevo conocido los datos de contacto, a ver si un
día le sorprenden nuevas noticias de una crónica local que se sospecha cada vez
más rica.
La loma del Miradero
En sus recorridos por el pueblo, verá en cambio que queda bastante de las
viejas y muy sólidas edificaciones, donde está comprobado que los techados de
tejas criollas son la norma. Hay casas de madera, viejísimas, muy altas y con
troncos fuertes y de masiva forma en la estructura de columnas y vigas. Otras,
de menor altura, las halla fabricadas en la carpintería cuidadosa de los
bungalows importados, y bastantes llegaron a ser edificadas mediante obra de vieja mampostería,
la mayoría probablemente en la época de prosperidad azucarera de los años del
1920, que en la calle principal tienen amplios portales abiertos al paso del
publico si estaban destinadas al comercio. Viviendas de placa y paredes de bloque o ladrillo van
sustituyendo también las casas de fachadas de madera de tablas labradas y
grandes puertas, y los pisos de baldosas decoradas que probablemente no haya
nadie que pueda reproducir hoy.
Un día sigue la calle Central Sur
y al llegar al final del ancho paseo, llega a la fuentecilla pintada de azul de
un pequeño parque y mirando con detenimiento sus viejos bancos de piedra va a descubrir
textos casi borrados ya: “Honrar honra” y “La sangre de los buenos no se vierte
nunca en vano”, los dos de José Martí. En un tercero, solo un nombre: “Vicente
Boza Arismendiz. Concejal”, costumbre antigua de políticos. Más adelante la vía
todavía urbana va ajustándose a la cotidianidad funcional de la vivienda del hombre,
sin más afán que aprovechar lo mejor posible el espacio por el que pagó algún
antepasado, útil con suerte a varias generaciones.
El cementerio marca el límite
final del trazado urbano. Su interior es de una democrática modestia, pero la
antigua arcada que da paso a los ataúdes y dolientes transmite solemnidad y
respeto a pesar de su ajada arquitectura. Algo de clásico templo griego hay en
su levantada fachada. A la sombra del hermoso silencio de su entrada duerme
pacífico alguien que tal vez sea sepulturero, o simple caminante que se acoge
al mensaje inscrito en lo alto del frontispicio: “Pax”. Bajo una tímida cruz,
grabada y realzada en esmalte negro sobre una pequeña placa de granito fijada
al muro, quedó de una pasada celebración de calabaceños ausentes el homenaje a
los que reposan en el silencio que guarda un breve muro perimetral.
“Al Miradero se va por el camino del
cementerio”, me había dicho un compañero de viaje, de profesión florero, que
bajó en Santa Clara para esperar a un hermano enfermo. Indicación muy cierta,
pues pocos pasos adelante por la orilla de la carretera y ya se está entrando
por un estrecho terraplén hacia unas
casas todavía en orden de población. En dos o tres preguntas, al pasar frente a
los patios donde la gente hace alguna labor de su casa, se averigua el
trayecto, y enseguida se nota que ya asciende el camino de tierra seca, entre
cercados. Pasar un portillo y otro, luego doblar hacia el lado más alto cuando
se acabe el cardón de la cerca, un hilo de púas al que se le cruza por debajo y
ya es el espartillo que hace suave el paso y aromoso el olfato. Subiendo se
comienza ya a ver la distancia del paisaje, neblinoso, se cubre un trecho
siguiendo cauteloso el costado de la espinosa aroma y se abre una como
plazoleta donde no hay un busto martiano que alguien dijo, sino otra vez un
césped de claro espartillo, algunas rocas grises y unas pocas plantas de maguey
espinoso, que usaban en los años malos para hacer la jabonadura del lavado de
ropas y de cuerpos.
Allá arriba no hay mirada que
pueda ser más exacta que la que puso Onelio en «Jacinto carpintero»:
Una montaña teníamos; no muy crecida, pero
sí lo suficiente para mirar desde su altura, a ocho leguas primero, la
distancia como una gasa de atenuada transparencia, y después el mar detrás,
vasto, lejano, azul, improbable entre cielo y suelo, creciéndose vertical por
su inacabable dimensión ().
Hasta la costa brumosa se ve,
línea más que todo imaginada en su impreciso trazo celeste, y tierra adentro
bien lejos, salvo por el nordeste, donde cierra el paisaje la cadena breve de
la Loma del Purio. Del pueblo, poco del trazado se distingue y algunas
edificaciones aisladas, lo demás se disimula por el mucho arbolado. Por el
norte, bien dicho casi al pie del Miradero, la recta cinta de una carretera que
se adentra en el pueblo, y a un lado de ella el campanario de la iglesia. Hay
en cambio un olor a resinas vivas, bajo un sol que es medicina bajándole al
cuerpo atenuado por el largo urbano trasiego de los años.
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