22 julio 2016

UN DESCENDIENTE FILIPINO EN REGLA, BAHÍA DE LA HABANA
© Ismael León Almeida, 2016.
 a Raisa Fornaguera de la Peña
y al Museo Eduardo Gómez Luaces”

El método de pescar agujas con cordeles, a mano limpia, fue llevado a La Habana por pescadores procedentes de Manila, en una fecha imprecisa del siglo XIX, quién sabe si antes. Lo dijo Ernest Hemingway en su estudio “Marlin off Cuba”, en 1935, y ahí dejó el asunto. No volvió a referirse a los filipinos, aunque el Premio Nobel de 1954 y el Pulitzer que ganó el año anterior le deben todo al conocimiento que adquirió en la isla antillana acerca de aquella forma de agujear en la corriente del Golfo.
Un cubano que por la misma fecha se interesaba en el estudio de la pesca comercial, había publicado, un lustro antes que el escritor norteamericano, que el método de pesca mencionado era propio del país y no tenía noticias de que se aplicara en ninguna otra parte. Entonces el lector creyó que Hemingway, reportero de medios de alto estándar en inglés, había caído en la trampa de un dato exótico y se había aprovechado de él para hacer muy atractivo el comienzo de su texto, más apreciado hoy día por científicos que por exégetas literarios. Fue desconcertante que Federico Gómez de la Maza, justo en 1936, cambiara su opinión, dándole la razón al novelista, pero sin hacer mención de él ni de su escrito, aparecido como capítulo segundo del libro American big game fishing.
Lo que no hicieron Hemingway ni Gómez de la Maza fue aportar la mínima prueba de su argumento. Uno y otro ensayaron un cierto amago descriptivo de las embarcaciones que habrían usado los manilos ― el término es vernáculo y de uso bastante antiguo. Lo recoge Esteban Pichardo, en su Diccionario provincial de voces cubanas, cuya primera edición vio la luz en Matanzas en el año 1846―, y el segundo dejó correr un elusivo atisbo de fuentes testimoniales en su información. El dato nos sale al paso durante la revisión del libro El torneo cubano de Ernest Hemingway, terminado en 2012 y ahora mismo en manos de su tercer editor ―el primero lo halló “bien escrito y bien narrado”, pero no tenía recursos para hacerlo imprimir; el segundo, “lo pondría en el plan editorial”―. Al llegar al trigésimo quinto párrafo del capítulo inaugural del manuscrito, siente el autor cuestionada una antigua convicción acerca del origen de las pesquerías de agujas en la costa noroccidental cubana. ¿Tenían aquellos razón? La indagación, que se supuso corrección de un par de párrafos, colmó un cuaderno impreso de más de 260 páginas, razón por la cual requirió de un título ― ¿Pescadores filipinos en La Habana? (Respondiendo a Hemingway), ahora en una editorial― y sus respuestas iniciales fueron reportadas en junio de 2015 durante el XV Coloquio Internacional Hemingway. Fuentes históricas absolutamente válidas muestran la existencia de una pequeña comunidad filipina asentada en el pueblo de Regla durante el siglo XIX, la mayoría de cuyos integrantes se desempeñaba en oficios relativos al mar: marineros unos, operarios de un taller de velas navales los otros; varios estaban casados, todos poseían nombres hispanos y la mayoría recibió tratamiento social de Don o Doña. Una nueva interrogante reclamaba entonces solución.

Sábado 3 de julio de 2016 y el que ahora escribe caminaba desde una calle inmediata al río Martín Pérez, acercándose a la orilla oriental de la ensenada de Guasabacoa. Bajo un sol feroz de las dos de la tarde se hallaba el Emboque de Regla, centro de la bahía de La Habana. El muelle de las lanchas de pasajeros encogía su estructura, como si no quisiera molestar el paisaje de aguas; levanta su torre la Iglesia Parroquial Nuestra Señora de Regla, sobria y prestigiosa, y resistiendo la ruina está la interesante construcción del más viejo embarcadero. A pasos sosegados, pasos curiosos que llevan inventario de las placas callejeras, se avanza de retorno, haciendo las veces de viajero que ha desembarcado, penetrando el viejo casco urbano, hacia lo que fue antiguo barrio chino del pueblo.
Regla es una península cuyo extremo más fino apunta como un índice autoritario al largo pasadizo del canal de entrada a la rada, diciendo por siglos quién se involucró primero en los asuntos marítimos en la Havana primigenia, que allí en su orgullosa orilla se levanta para deslumbrar a la gente asomada a la borda de los cruceros y a los curtidos pasajeros a jornal de los tanqueros y portacontenedores que de tanto en tanto aún arriban. Época hubo en que era Regla sitio primero de desembarque, como espigón natural que su geografía muestra, y cuántas veces el curso propio de la existencia dictó para algunos de paso que su puerto final estaba en este sitio. Asombra cuanto viajero distante fue enterrado en esta tierra tan impregnada de salitre: en los libros de “Defunciones de Blancos” de la Parroquia de Regla, que se inician en el año de 1805 observamos algunos asientos de inhumaciones de fallecidos procedentes de la costa norteamericana, de la Florida a Boston, y asimismo de Nueva Orleans a Campeche  y Yucatán, en el litoral del golfo de México. 
Los referidos documentos, que meritarían un detallado estudio, constituyen por lo pronto una valiosa evidencia del  nutrido tráfico internacional de la rada, más aún, el notable asentamiento en el litoral de la bahía de La Habana de personas procedentes de prácticamente cada rincón del planeta, una parte de los cuales, naturalmente, eran marinos de embarcaciones surtas en ese puerto. Si abundaban los residentes de una amplia gama de localidades españolas ― Canarias, Mallorca, Málaga, Andalucía, Barcelona o Valencia―, también recalaron y terminaron sus días  allí, otros europeos ― franceses, italianos de Sicilia o Génova, irlandeses y hasta un viajero en tránsito, natural de San Petersburgo, Rusia.
Dejando atrás la luminosa plazuela del templo, con sus calles de piedra, sus vendedores de velas y solicitantes de limosnas para sus santos, tierra adentro otra vez, la vieja calle Real es ahora Martí como en cada villa de la república. Es la gran vía urbana del antiguo pueblo colonial, el más cosmopolita del archipiélago; ancho pavimento para el tráfico que desciende al emboque, para retornar por la calle Maceo. Aceras de granito pulido en algunos tramos, comercios del estado y negocios particulares de los últimos años se abren al paso del público. Más arriba está el parque Guaicanamar, el edificio del Ayuntamiento, el cine, lo que resta del viejo y prestigioso Liceo, donde el patriota José Martí habló.
Hay que abandonar la calle importante doblando a la derecha en la de 27 de Noviembre, porque el barrio que se busca comienza allí, en la antigua Borrero del siglo XIX, con sus dos carriles de hierro empolvados en medio del estrecho paso entre las casas. Corto trayecto es, acabado como por sorpresa en un baldío que colinda con las naves y las grúas de la terminal portuaria.
La de Aranguren viene desde el centro urbano con fachadas pintadas y asciende más allá del límite de la anterior hasta un alto donde crece una ceiba, el árbol tutelar cubano, entre cuyas potentes raíces colocan exvotos los creyentes y el caminante se resguarda a la sombra pacífica de la copa. “Es la Loma de los Cocos”, dice un transeúnte, confirmando la vieja identidad de la calle misma: Cocos. Entre las fachadas de mampostería de varias épocas y estilos, alguna de maderas derruidas cuentan de un tiempo más distante, sin estilo, visiblemente levantadas sobre el nivel de la acera hasta necesitar varios escalones para acceder a la puerta, como si al trazar la calle hubieran rebajado el terreno, o la gente situara la vivienda a cierta altura cauta, porque el mar alguna vez estuvo más cerca.
Comparten el mismo muro dos puertas que cuentan dos historias arquitectónicas separadas por más de un siglo. La una es de hierro, funcional y encristalada, hija de la contemporánea necesidad de seguridad, de una fingida prosperidad y de un real  encarecimiento de la madera y la obra de carpintería; la otra de deslavada madera y sencillas molduras, venerable en su escueto resto de pardo esmaltado. Encima de ambas, el número presente de la vivienda, 315, y más arriba, resistiendo el óxido a que obliga el salitre soplado por los nortes, un 89. Asiáticos empadronados en 1881 vivían en esta calle y en las inmediatas.
Calle arriba se ascenderá hasta lo más alto de la colina, que un poblador dice que en alguna ocasión fue rebajada ― ¿cuándo?, ¿para qué?―. Otro comenta que aquella altura fue un “campamento de chinos”; residuos de la memoria que resisten los avatares de la cotidianidad y las imposiciones de la historia. Terminará el ascenso en una plazuela despejada, con un pretil desde el que toda Regla puede verse en su perímetro. Después de 27 de Noviembre y Aranguren, se caminará por Céspedes (Santa Rosa), Agramonte (Buenavista) y se pasarán las esquinas de Fresneda (San Ciprian) y Perdomo (Morales), para salir finalmente por Simpatía, que antes se llamaba de igual forma, a la periférica 10 de Octubre, la antigua Delicias, trayecto de salida hacia Guanabacoa como lo es hoy mismo, que fue bordeada por el caminante hasta frente al cementerio municipal.
Pero no se abandonará tan pronto el pueblo. Subiendo todavía la antigua calle Cocos, otra vieja casa se deja ver dos cuadras arriba, en el 417. Sorprende la altura de la vivienda de una planta, milagrosamente sostenida entre las dos que la escoltan, con un par de pisos cada una bajo el mismo puntal. El estilo de la antigua edificación es completamente similar a la que se ha visto unas cuadras antes, salvo que aquella poseía lucetas sobre puertas y ventanas de la fachada, la segunda dicha aun con sus cristales. La imagen ruinosa de esta otra casa no engaña al que percibe detalles. Es antigua, sí, pero el artesano puso en ella elementos que hoy mismo revelan cuidado y gusto a través del gris entablado que no parece haber recibido jamás el contacto de una brocha embebida. Las tablas que permanecen están unidas a las inmediatas con esa rectitud de forro de buque estimada  por los calafates. En el borde alto desapareció el alero, pero quedan sueltas algunas tejas criollas que dieron en sus años providencial sombra, donde ahora se cubre de la invasión del temporal con viejos encerados. 
 Faltan secciones de tablas y todo un paño de ellas fue sustituido. Muy elevada es la puerta ventana de la izquierda, algo más estrecha que la de la entrada principal, las dos con su jamba en los tres bordes. En el espacio de lo que tal vez fue portón, o lo simuló quien sabe por qué fantasía de constructor, lo que sirve para franquear la entrada es una puerta común, de material  similar al resto de la pared frontera, reducida a las dimensiones que un humano corriente requiere para el paso. Dos hojas tiene la de la izquierda, con una reja de barrotes lisos reforzados con travesaños, y en cada hoja hay la de una ventana para dar luz y mirar a la calle los de adentro.
Con todo el entablado por fachada, por urbana costumbre los nudillos del caminante percuten la puerta, de sonido apagado. Hay respuesta inmediata del morador, que atenderá al visitante aunque es hora ocupada para el que debe ganarse la vida. Todo lo que quiere saber el que está de paso es la antigüedad de la casa, pero va a saber más.

― Fue construida en 1895, aunque los arquitectos de la comunidad siempre dicen que es de 1903. Esa ventana la pusieron en 1935.

El hombre anda con el torso al escaso fresco de la media tarde reverberante, porta espejuelos y manda amable a pasar y sentarse al recién llegado. Algo en el rostro habla.

― ¿Es usted descendiente de chinos?

― De chino no, de filipino.

Entonces todo cobra sentido: la península rodeada por las aguas de la bahía, el paisaje portuario que abajo se divisa, el poblado antiquísimo que de alguna parte saca su carisma, el halo de cultura añeja que le envuelve, pese a los oficios de pobres de sus antiguas gentes, y cierta leyenda de violencia que le circunda para los ajenos. Un destacado etnólogo, cuya obra se cita repetidas veces en el libro resultante, había advertido al autor sobre posibles descendientes de filipinos en Cuba, nombrando a modo de ejemplo a un músico originario de Matanzas. En el mismo sentido, la directora del museo municipal se dispuso también a hacer averiguaciones, pero los antiguos manilos parecían envueltos en la neblina difusa del tiempo, amalgamados en la infinita mixtura humana de este archipiélago. Hasta tocar esta puerta, en esta fachada de tablas audaces, verticales frente a la luz que se refleja desde la ensenada, a los vientos invernales y a quien sabe cuántos huracanes de ruinosa memoria.
El hombre, el anfitrión, parece olvidar su cortés prisa inicial, la obligación que penumbra adentro de la morada le estaría afanando, y dice que su nombre es Pablo Suárez Vega, tiene 68 años, y es un licenciado en Control Económico ya jubilado. La abuela paterna era filipina y se casó aquí con un español  de Oviedo. “Ella llevaba el apellido Félix, pero aquí nos lo corrigieron, dijeron que era Feliz”. Ni el visitante ni su atento interlocutor expresan asombro al compartir el dato: uno de los filipinos aparecidos en el padrón de habitantes de Regla en 1881 es, precisamente, don Antonio Feliz, vivía en esta misma calle, en Cocos número 54 y tenía cuarenta y cinco años en esa fecha. La abuela materna era una mulata hija de mambises, y el abuelo por esa línea, otro español. De siete hermanos, quedan dos hembras y tres varones, uno fuera del país.

―Desciendo de filipinos, pero no hablo “talego”.

Es el tagalo la lengua autóctona filipina hoy día, junto al oficial inglés, y el algo residual español de la época colonial. La deformación del nombre del idioma no es raro para quien está al tanto del misterioso y enriquecedor trayecto de las palabras en la historia de las comunidades humanas; lo raro es que aun de esa manera trastocada persista el recuerdo de la identidad de su habla tras tantas generaciones alejados del distante archipiélago del Pacífico donde tienen sus ancestros. Vaya uno a saber cuántas herencias culturales hayan quedado difusas en la cotidianidad criolla de este otro trópico.
Por lo pronto, su preocupación es la casa, para reparar la cual ha pedido subsidio bancario hace años y se ha demorado en papeleos, pero parece que pronto ya se lo conceden. Al cabo la casa será transformada en otra, asumiendo la modernidad de la albañilería que poco a poco cubre las fachadas reglanas hasta que se hace difícil descubrir alguna antigua huella, ruina milagrosamente apuntalada, de lo que debieron ser las viviendas comunes de la calle Cocos hace más de un  siglo, cuando este era el barrio de los asiáticos en Regla y el mar llegaba ahí mismo, como ha dicho Pablo, señalando el lado de la vía opuesto al de su casa.

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