La Habana náutica
CIUDAD QUE CUMPLES QUINIENTOS
D
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ejad que la mirada sea envuelta
sólo por el trazado geográfico de tu litoral, el contraste de luz y tonos que
presiente la estancia de los cuerpos agobiados por el largo cruce del oleaje;
imaginémosla sin nosotros, el instante exacto antes de que el primer indígena
aruaco descendiera de su ancestral canoa y sintiera bajo sus plantas todavía
extranjeras el punzar del arrecife de tus costas, deslumbrados los ojos de
aquellos hombres llegados de lo profundo del continente inmediato hacia la
bahía que ha sido tu emblema y tu riqueza.
Qué vida sacada de la aguas
tendrían en aquellos primeros ciclos del sol, redescubriendo en un nuevo paño
de aguas el misterio de los peces que eran el alimento y también el sufrido
peligro de los que se aventuraban a cruzar el canal, siempre tan estrecho y
protegido, de su rada interior. Cuán pocos llegaron a tocar el peñón del lado
opuesto si cometieron la audacia de intentarlo, peor en los vespertinos
contraluces. Qué mitos levantaron tus behiques, qué legendarias advertencias
inventarían aquellos, para evitar que la tribu padeciera más pérdidas. Pero al
mar siguieron unidos: con la herramienta de los días cortaron los árboles,
ahuecaron troncos poderosos y otros pequeños, tallaron con fuego y obsidiana,
para darse el mar una y otra vez como navegantes sin cartas de marear, pero con
ojos que leían el firmamento, el viento, las estrellas, el olor que arrastran
las mareas.
¿Quiénes vinieron a perturbar el
calor del burén, el trenzado de los sabios cordeles, el secado de la red que
tenía su caladero en el bajo de las lisas inmediato a las desembocaduras
interiores de los ríos a los que dieron nombres que no nos quisieron decir? Quienes
acometieron con su sed sobre el pueblo de mareantes que construía tan bellas
almadías y para tantas almas cruzando gentilmente un mar entonces tan en
extremo caribe, para los sigilosos
guanahatabeyes, los migrantes siboneyes, los tainos de fina cocción del barro, juegos,
cantos.
Esos que llegaron con sus corazas
de espanto, cortaron con el hilo de la vida un tiempo que ya sabemos fue de
milenios y hubo en torno esa humana existencia a la que basta el testimonio de
una concha afilada para trascender. Y con ellos los que llegaron después, y aun
después, vertiendo en el molde de esta comarca Habaguanex lo que salió de
Andalucía creyendo llegar a tierras de Gengis Khan. Además de la suerte que a
unos cuantos cupo con la equivocación del Almirante, con llegar a tierra de
pacíficos y no a reino de duros guerreros, quedó a fin de cuentas la
conformidad de una estancia que hizo para muchos nueva patria de descendientes
que acabarían por no reconocer otra. La ciudad, que dicen buscó riberas harto
insanas (así se creía entonces) de la banda meridional, fue convencida de su asentamiento definitivo ese noviembre de
1519. Resguardo de naves, fue su primer oficio: puerto de mar, y así quedaría
aunque a otras aldeas que serían ciudades de fama les llamara la mudanza tierra
adentro, porque era mucha la codicia que levantaba en ajenos y piratas la
riqueza que la tierra permitía.
La Habana sería mito, lo es
todavía. Pero siempre frente al mar es su encanto que no a todos alcanza,
porque el talante terrestre y urbano cautivó de siempre a los del país, siendo
pocos los que verían del mar más que el paisaje. Pero pocos hicieron sin
embargo mucho de su afición. Disfrute de asuetos las más de las veces, porque
la pesca fue industria de lento transcurso: sólo al comenzar el XIX habría
pescadería, y a su mitad, la flota de viveros que exploraba el golfo tras la
cherna. Pero con ello le llegó también la mirada sabia de Poey y su Ictiología cubana: tierra de aguas,
ciencia de peces daría. casi un siglo después del libro de Parra, deslumbrante
de color y buen juicio.
Urbe litoral de fortalezas, del
faro primigenio, de movimiento mercantil en la bahía, tuvo prensa para anunciar
todos los días los arribos y partidas de buques, que era el modo en que
entonces –el entonces colonial- se comunicaba el mundo. La bahía interior creó
su propio pueblo marinero, que echaba la mirada por el alma del canal hacia el
mar abierto, remando o largando la vela desde la península de Regla o la
empinada Casa Blanca.
Quién imaginaría de cuántos
rincones del planeta serían los hombres que hallaron el final descanso de su
cuerpo en el cementerio reglano: llegados a bordo ya tocados por la muerte, o
terminando allí una existencia asentada. Marinos muchos, y bastantes braceros, procedentes
de la costa norteamericana, de la Florida a Boston, y asimismo de Nueva Orleans
a Campeche y Yucatán, en el litoral del
golfo de México. Si abundaban los residentes de una amplia gama de localidades
españolas ― Canarias, Mallorca, Málaga, Andalucía, Barcelona o Valencia―,
también recalaron y terminaron sus días
allí, otros europeos ― franceses, italianos de Sicilia o Génova,
irlandeses y hasta un viajero en tránsito, natural de San Petersburgo, Rusia.
Allí arribaron los primeros chinos como siervos, e hicieron vida, casi sin otra
huella que sus nombres castellanizados, los sorprendentes filipinos.
Nadie vaya a creer que la costa
es sólo el territorio que modela en sus reportes la burocracia oficial de todos
los tiempos. Pescadores aficionados hubo, y a ellos Poey les agradece, como a
los profesionales, el aporte de ejemplares de peces y noticias para sus obras.
Gentes que acudía al litoral solo por ver el oleaje, por salir de paseo en un
guadaño, o a una excursión de pesca. La narrativa guardó algunos testimonios –
menos de los que podría dar, ciertamente--, como esos cuentos que todavía nos
traen las antologías: “La culpable”, de
Alfonso Hernández Catá, o aquellos inolvidables de Enrique Serpa, usted
los ha leído: “La aguja” y “Aletas de tiburón”, y para nada vamos a excedernos
en el recuento.
El siglo XX trajo a la ciudad litoral
el lujo estético de su Malecón, una flota de embarcaciones de placer de todas
las jerarquías, regatas, torneos de pesca... El Club Náutico Internacional de
La Habana, a quien nadie reconoce si no se le llama “Los Marinos”, en el cañón
de la bahía, que fue la primera marina turística cubana, aunque tal
funcionalidad aún no se le ha redescubierto. Atracaba su yate el que venía de
fuera, y tenía –desde 1946 o 1947, según su fecha de apertura--, listo el trámite de aduana, la inspección
sanitaria, el resguardo de la embarcación, avituallamiento, combustible. Y en
el mismo lugar organizaron regatas locales, recibieron la arribada de las que
venían desde San Petersburgo, Florida, en demanda de la costa de La Habana;
daban salida a los aventureros que cruzaron el Atlántico, compitiendo a ver cuál
llegaba primero a la playa española de San Sebastián, tras 4 200 millas de
derrota. Y se convocó en el salón que ahora recorren turistas indiferentes el
primero torneo internacional de la pesca de agujas en opción a la Copa
Hemingway, desde el 26 de mayo de 1950. Año hubo en que la gente aficionada y
dueña de barcos de la ciudad tuvo que elegir entre ocho torneos de pesca, y al
que no le atraían los peces de pico, podía pescar el sábalo con avío de cordel
fino sin salir de la rada, y llevarse, como alguno, un pez plateado de ciento y
pico de libras.
Eso ha sido también La Habana,
tan metida en la vida interior de sus barrios, que respira iluminada en su
litoral, hace medio milenio.
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