08 noviembre 2019



La Habana náutica
CIUDAD QUE CUMPLES QUINIENTOS

D
ejad que la mirada sea envuelta sólo por el trazado geográfico de tu litoral, el contraste de luz y tonos que presiente la estancia de los cuerpos agobiados por el largo cruce del oleaje; imaginémosla sin nosotros, el instante exacto antes de que el primer indígena aruaco descendiera de su ancestral canoa y sintiera bajo sus plantas todavía extranjeras el punzar del arrecife de tus costas, deslumbrados los ojos de aquellos hombres llegados de lo profundo del continente inmediato hacia la bahía que ha sido tu emblema y tu riqueza.
Qué vida sacada de la aguas tendrían en aquellos primeros ciclos del sol, redescubriendo en un nuevo paño de aguas el misterio de los peces que eran el alimento y también el sufrido peligro de los que se aventuraban a cruzar el canal, siempre tan estrecho y protegido, de su rada interior. Cuán pocos llegaron a tocar el peñón del lado opuesto si cometieron la audacia de intentarlo, peor en los vespertinos contraluces. Qué mitos levantaron tus behiques, qué legendarias advertencias inventarían aquellos, para evitar que la tribu padeciera más pérdidas. Pero al mar siguieron unidos: con la herramienta de los días cortaron los árboles, ahuecaron troncos poderosos y otros pequeños, tallaron con fuego y obsidiana, para darse el mar una y otra vez como navegantes sin cartas de marear, pero con ojos que leían el firmamento, el viento, las estrellas, el olor que arrastran las mareas.
¿Quiénes vinieron a perturbar el calor del burén, el trenzado de los sabios cordeles, el secado de la red que tenía su caladero en el bajo de las lisas inmediato a las desembocaduras interiores de los ríos a los que dieron nombres que no nos quisieron decir? Quienes acometieron con su sed sobre el pueblo de mareantes que construía tan bellas almadías y para tantas almas cruzando gentilmente un mar entonces tan en extremo caribe, para los  sigilosos guanahatabeyes, los migrantes siboneyes, los tainos de fina cocción del barro, juegos, cantos.
Esos que llegaron con sus corazas de espanto, cortaron con el hilo de la vida un tiempo que ya sabemos fue de milenios y hubo en torno esa humana existencia a la que basta el testimonio de una concha afilada para trascender. Y con ellos los que llegaron después, y aun después, vertiendo en el molde de esta comarca Habaguanex lo que salió de Andalucía creyendo llegar a tierras de Gengis Khan. Además de la suerte que a unos cuantos cupo con la equivocación del Almirante, con llegar a tierra de pacíficos y no a reino de duros guerreros, quedó a fin de cuentas la conformidad de una estancia que hizo para muchos nueva patria de descendientes que acabarían por no reconocer otra. La ciudad, que dicen buscó riberas harto insanas (así se creía entonces) de la banda meridional, fue convencida  de su asentamiento definitivo ese noviembre de 1519. Resguardo de naves, fue su primer oficio: puerto de mar, y así quedaría aunque a otras aldeas que serían ciudades de fama les llamara la mudanza tierra adentro, porque era mucha la codicia que levantaba en ajenos y piratas la riqueza que la tierra permitía.
La Habana sería mito, lo es todavía. Pero siempre frente al mar es su encanto que no a todos alcanza, porque el talante terrestre y urbano cautivó de siempre a los del país, siendo pocos los que verían del mar más que el paisaje. Pero pocos hicieron sin embargo mucho de su afición. Disfrute de asuetos las más de las veces, porque la pesca fue industria de lento transcurso: sólo al comenzar el XIX habría pescadería, y a su mitad, la flota de viveros que exploraba el golfo tras la cherna. Pero con ello le llegó también la mirada sabia de Poey y su Ictiología cubana: tierra de aguas, ciencia de peces daría. casi un siglo después del libro de Parra, deslumbrante de color y buen juicio.
Urbe litoral de fortalezas, del faro primigenio, de movimiento mercantil en la bahía, tuvo prensa para anunciar todos los días los arribos y partidas de buques, que era el modo en que entonces –el entonces colonial- se comunicaba el mundo. La bahía interior creó su propio pueblo marinero, que echaba la mirada por el alma del canal hacia el mar abierto, remando o largando la vela desde la península de Regla o la empinada Casa Blanca.
Quién imaginaría de cuántos rincones del planeta serían los hombres que hallaron el final descanso de su cuerpo en el cementerio reglano: llegados a bordo ya tocados por la muerte, o terminando allí una existencia asentada. Marinos muchos, y bastantes braceros, procedentes de la costa norteamericana, de la Florida a Boston, y asimismo de Nueva Orleans a Campeche  y Yucatán, en el litoral del golfo de México. Si abundaban los residentes de una amplia gama de localidades españolas ― Canarias, Mallorca, Málaga, Andalucía, Barcelona o Valencia―, también recalaron y terminaron sus días  allí, otros europeos ― franceses, italianos de Sicilia o Génova, irlandeses y hasta un viajero en tránsito, natural de San Petersburgo, Rusia. Allí arribaron los primeros chinos como siervos, e hicieron vida, casi sin otra huella que sus nombres castellanizados, los sorprendentes filipinos.
Nadie vaya a creer que la costa es sólo el territorio que modela en sus reportes la burocracia oficial de todos los tiempos. Pescadores aficionados hubo, y a ellos Poey les agradece, como a los profesionales, el aporte de ejemplares de peces y noticias para sus obras. Gentes que acudía al litoral solo por ver el oleaje, por salir de paseo en un guadaño, o a una excursión de pesca. La narrativa guardó algunos testimonios – menos de los que podría dar, ciertamente--, como esos cuentos que todavía nos traen las antologías: “La culpable”, de  Alfonso Hernández Catá, o aquellos inolvidables de Enrique Serpa, usted los ha leído: “La aguja” y “Aletas de tiburón”, y para nada vamos a excedernos en el recuento.
El siglo XX trajo a la ciudad litoral el lujo estético de su Malecón, una flota de embarcaciones de placer de todas las jerarquías, regatas, torneos de pesca... El Club Náutico Internacional de La Habana, a quien nadie reconoce si no se le llama “Los Marinos”, en el cañón de la bahía, que fue la primera marina turística cubana, aunque tal funcionalidad aún no se le ha redescubierto. Atracaba su yate el que venía de fuera, y tenía –desde 1946 o 1947, según su fecha de apertura--,  listo el trámite de aduana, la inspección sanitaria, el resguardo de la embarcación, avituallamiento, combustible. Y en el mismo lugar organizaron regatas locales, recibieron la arribada de las que venían desde San Petersburgo, Florida, en demanda de la costa de La Habana; daban salida a los aventureros que cruzaron el Atlántico, compitiendo a ver cuál llegaba primero a la playa española de San Sebastián, tras 4 200 millas de derrota. Y se convocó en el salón que ahora recorren turistas indiferentes el primero torneo internacional de la pesca de agujas en opción a la Copa Hemingway, desde el 26 de mayo de 1950. Año hubo en que la gente aficionada y dueña de barcos de la ciudad tuvo que elegir entre ocho torneos de pesca, y al que no le atraían los peces de pico, podía pescar el sábalo con avío de cordel fino sin salir de la rada, y llevarse, como alguno, un pez plateado de ciento y pico de libras.
Eso ha sido también La Habana, tan metida en la vida interior de sus barrios, que respira iluminada en su litoral, hace medio milenio.




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