Autóctona y silvestre, a la vez accesible e intrincada, justo al centro de Cuba, la provincia de Sancti Spíritus posee todo aquello que la mayoría de los viajeros suele esperar para sus cortas o extendidas vacaciones y sobre todo un contacto con la naturaleza íntimo y sabio. La pesca en dos costas, en ríos únicos por su amplio cauce y vitalidad ambiental, y en embalses con historia deportiva es, sobre todo, una oportunidad de expandirse para los que quieren mostrar las habilidades de un buen lanzador de señuelos, sea a spinning, casting o flyfishing.
La ciudad que da nombre al territorio es una de las villas
originales de la Isla y ha cumplido su primer medio milenio en junio de este
2014. De su gente puede decirse bastante en respecto a su urbanidad, sentido de
pertenencia y laboriosidad. Si quisiera uno referirse a su cultura, diría que
el centro histórico de Sancti Spíritus posee el reconocimiento de Monumento Nacional, en cuyo perímetro
conservan hermoso patrimonio entre los que este reportero quedó prendado del
Puente sobre el río Yayabo, símbolo de la urbe, la Iglesia Parroquial Mayor y
la vistosa Biblioteca Municipal.
Mucha manifestación de arte y riqueza edificada quedarían en
reserva para nuevas visitas, porque el tiempo de viaje es limitado y las aguas
espirituanas halan al aficionado desde todos los puntos cardinales. Aunque solo
se haría en él estancia durante las cenas y la corta noche para reponer fuerzas
entre pesquerías y recorridos, no es poco agradecer que la provincia cuente con
hospedajes como el hotel Zaza, Los Laureles y San José del Lago, ubicados
virtualmente en medio de jardines naturales, con cada una de las comodidades
esenciales que el huésped requiere.
Los dos ríos
A
las cinco de la mañana el servicio matutino gentilmente programado por la
carpeta levanta al pescador. Media hora después está citado con el guía, que
espera con la lancha a remolque del jeep. El primer destino es el río Agabama,
pero el trayecto a lo largo de la carretera a la ciudad de Trinidad es toda una
experiencia. Antes que llegue el amanecer, cientos de trabajadores de campo
están abordando sus transportes para atender los cultivos de ajo y cebolla en
la rica zona de Banao. Pasan Caracusey, Banao, La Guira y a las siete de la
mañana se llega amaneciendo a los predios del antiguo central azucarero FNTA, o
lo que queda de él, dos torres y el esqueleto metálico oxidado a la vista del
río.
Este río recorre 118 kilómetros desde su nacimiento en
la Sierra
Alta
de Agabama, a poco menos de 500 metros de altura, hasta desembocar al Mar
Caribe en un delta próximo a Punta Manatí. Sus orillas son altas y de espeso arbolado,
aunque en algunos sectores se aprecia que la corriente arrastra parte del
suelo, dejado la orilla desnuda a veces con más de un metro de talud vertical.
En la proximidad del punto de embarque viven algunos pobladores a lo largo del
río, los que se trasladan por la vía fluvial en botes rústicos, pero más
adelante solo la vida silvestre manda a ambos lados del cauce, flanqueado por
cenagales más allá de la cortina arbolada de la orilla.
Desde
el patio de una casa particular se hace descender la lancha al río por una
carrilera de railes metálicos. La lancha, una vieja “Halcón” conservada con
esmero, posee tres cómodos asientos y
dos motores Yamaha, uno de 40 caballos
para el trayecto y otro de 5 caballos para pescar. En la penumbra de la hora,
una red que corta el río y la sombra de un bote en la rivera más distante
revelan el furtivismo que acecha este importante cauce. La embarcación deja
atrás un coposo algarrobo que sobre la orilla está a esa hora pespunteado de
garzas blancas que cada noche se recogen en sus ramas; macizos monumentales de
caña brava, una variedad local de bambú, se observan en algunos puntos. Desde el
embarcadero en FNTA hasta la boca del Agabama hay unos 20 km de cauce sinuoso,
en cuyo trayecto el río presenta una notable amplitud, que rebasa el centenar
de metros en algunos puntos.
Cuando las dos orillas van cubiertas de manglar, se
siente el influjo del llenante de marea, es hora de sacar los avíos. Ramón
Freire Negrín, El Primo, guía de
pesca desde 1978, levanta la hélice del motor mayor y echa a andar el de cinco
caballos para recorrer suavemente los pesqueros. Los ríos espirituanos suelen
dar robalos, cuberas, jureles, incluso pargos más cerca de la desembocadura,
pero la presa preferida por todos es el atlético sábalo, elusivo y persistente
peleador. Cuando pica, aplica tanta fuerza que puede quebrar líneas o hasta la
misma caña si el pescador desprevenido no ha calculado la resistencia del avío.
Debe resistírsele lo más posible la arrancada, porque las intrincadas raíces de
los mangles están ahí para salvarle, lo mismo que los obstáculos del fondo,
algún canalizo desconocido. Y salta fuera del agua, con un fenomenal
espectáculo que refleja toda la luz
del
día ya pleno en sus escamas espejeantes. Luego de arrimado al bote el pez, hay
que liberarlo para conservar la diversidad de esta área.
A
media mañana la lancha sale al Caribe entre dos puntas de mangle. Una planicie resplandeciente, con restos de árboles arrastrados por antiguas correntadas que
sirven de percha a garzas y corúas, y cayos distantes a uno y otro lado.
Lanzando al spinning y a la mosca se sueña con la picada de un jurel, una jiguagua
o cojinúa, o al menos de una barracuda que se lleve el señuelo. De retorno al
cauce, bordeando otra vez el litoral de mangle, es una cubera la que cobra el
rapala del guía, cortando la línea, y casi de inmediato una segunda sale a la
luz y es devuelta al agua.
Ya
transcurre la tarde cuando se vuelve a la rampa de atraque en FNTA. Espera con
el jeep listo Reinaldo Monserga Hernández, El
Chino, que toma de nuevo a su cargo la lancha en tierra para el trayecto de
retorno de más de medio centenar de kilómetros.
La noche que sigue pasa velozmente y otra vez antes del amanecer de
vuelta al vehículo, con la compañía de Rodobaldo Hernández Acosta, director de
la filial de la agencia ECOTUR en la región central del país.
Rodobaldo
posee un título en Ingeniería Química alcanzado en la antigua Unión Soviética,
pero la reducción de la industria azucarera en el país le decidió a cambiar de profesión.
Unas pocas horas con este espirituano natural, y su interlocutor queda convencido
de que el turismo ha ganado un profesional de perfil sumamente extendido. Cada
sitio de interés de la ciudad, cada monumento, cada área protegida, cada lugar
de pesca, son explicados por este experto guía y verdadero pescador deportivo.
La
segunda jornada requiere de un trayecto más corto hasta el río que toca pescar.
El nuevo camino pasa por los poblados rurales de Guasimal y Tayabacoa para
acceder al Zaza por un estrecho camino que permite al jeep depositar la lancha
directamente en el cauce. El sitio exacto donde se hace la operación tiene el
nombre de La Barca de Vallejo, donde existía una patana que el ya inactivo
central Natividad (Siete de Noviembre) mantenía en servicio para permitir el
cruce de los carros cargados de caña destinada a sus molinos, facilidad que era
asimismo aprovechada por toda persona o vehículo que quisiera cruzar el ancho
río; hoy el humano usa algún bote rústico y los caballos cruzan a nado.
El
Zaza baja desde las Alturas de Santa Clara y recorre 155 kilómetros hasta
desembocar al este de Punta Ladrillo, sobre la costa sur de la provincia,
dejando parte de su caudal en el embalse de su mismo nombre. Se le considera el
segundo río en importancia en el país, después del Cauto, con una cuenta de 2
394 km2 de extensión. Su tramo final, a lo largo de unos 20 kilómetros,
es notablemente ancho e influenciado por las mareas, lo que determina la picada
regular de varias especies de depredadores apreciadas por el pescador
aficionado. A pesar del volumen de aguas retenidas en el embalse, que harían
sus aguas algo más salobres que las del Agabama, el caudal del Zaza es
abundante, limpio y constante.
Se navega primero río arriba unos pocos kilómetros, a
la caza de peces que hayan remontado
el cauce más allá del embarcadero. Por la superficie pasa un grupo de pequeños
sábalos, sobre los cuales ha de trabajarse un rato con los avíos, por si se
decidieran a picar. Entonces se torna a descender para hacer una nueva parada
en un sitio que identifican como “La curva del algarrobo”, por un árbol de esta
especie que sombrea el cauce con sus amplias ramas; ahí los pescadores se empeñan
en sus lances,
porque
alguna aleta se ha dejado ver, mientras el patrón guía a remo la embarcación
para guardar la mejor distancia.
Río
abajo, enfrentando el flujo del llenante de marea, se llega a un tramo donde el
mangle es alto, el río abarca todo su ancho y en algunos recodos saltan
abundantes lisas de talla sobresaliente, lástima que no pique este pez. Mediada
la mañana se llega a Balizones, donde se harán muchos lances tentando a los
depredadores que se dedican a perturbar las manchas de lizas. Hasta este punto
llegan el jurel y la jiguagua y aparecen los sabaletes que jueguen con las
moscas y los rápalas.
Después
de algunas picadas y corridas, se busca resguardo del sol en un breve claro
entre los mangles para almorzar a bordo. Las ramas bajas a todo lo largo de la
cortina litoral del manglar estarán metidas en el agua por el tope de la marea
alta y hacia las aberturas sombreadas y la boca de los canalizos lanzan los
pescadores, tratando de sorprender un robalo al acecho. Alguno se decide por el
curricán, que levantará algún pez que hasta entonces no se ha dejado ver, y en
este plan se va llegando a la altura del refugio de fauna Tunas de Zaza, donde se
protegen flamencos y tortugas, y llevan a cabo un proyecto para restituir la
cobertura litoral de mangle en sitios donde la vegetación ha disminuido. Es el
momento de desembarcar.
Una parada en Zaza:
hotel y embalse
Anocheciendo
se pasará de retorno por Sancti Spíritus, pues habrá que pernoctar cerca de la
costa norte de la provincia. Como las lanchas tienen su resguardo en el hotel
Zaza, junto al embalse del mismo nombre, hay que aprovechar y hacer una visita
a este sitio, uno de los enclaves esenciales del país para la pesca turística
de la lobina negra boquigrande, o trucha, como fue bautizado en el país este
centrárquido importado de Norteamérica en 1927.
El
hotel Zaza dista 360 kilómetros de la ciudad de La Habana, pero se halla a solo
10 de la de Sancti Spíritus. Fue construido justo a orillas del embalse del que
toma su nombre con el objetivo de servir de sede a las actividades cinegéticas
y de pesca de toda esa región. Tuvo una época de auge, desde finales de los
años 70 hasta que el siglo XX fue concluido, y hoy día sus directivos, personal
y la cadena Islazul se enfocan a recobrar esa orientación por el turismo de
naturaleza en sus diversas variantes.
Alberto
Castillo Pérez, que dirige el hotel, enumera los diversos problemas a los que
han estado dando solución para dar a la instalación su pasada prestancia. De
128 habitaciones, en el “Zaza” habían renovado 62 hasta el día de la visita de
este redactor y llevaban a cabo la remodelación de un conjunto de ellas para
transformarlas en minisuites. De solo una lancha que llegaron a tener en servicio,
ya cuentan con cuatro y otros tres cascos y dos botes para incrementar la
flota. La intencionalidad de reanudar al mayor nivel el producto de pesca no es
casual: en sus inicios, Zaza fue sede de uno de los torneos entre cubanos y
norteamericanos que sucedieron a un primer evento de este tipo celebrado en
Laguna del Tesoro en 1978, y en 1995 acogió asimismo uno de los eventos
organizados por la revista española Solo Pesca y una entidad cubana ya
desaparecida. Sin duda alguna, con la nutrida afición local, el nivel
educacional y el potencial científico asociado al cuidado de la naturaleza
espirituana, no andarán escasos de candidatos para formar los futuros guías y
especialistas de pesca turística.
Reportes
de prensa de la primera mitad de la década del 1980 señalaban que en sus
primeros años de pesquerías turísticas en el embalse Zaza capturaron 1 600
truchas de más de 10 libras, se logró una pieza récord de 15 libras y media y
el pescador deportivo lograba una media de 50 picadas por jornada. La recuperación
de tales niveles de población de peces y calidad de tallas es hoy día labor que
requiere respaldo científico y un marco legal apropiado, para el
establecimiento de épocas de veda, tallas mínima, cuota de captura y la
contención del furtivismo, aparte de establecer responsabilidades compartidas
con otros usufructuarios del cuerpo de agua.
Actualizándonos
en relación con el potencial de captura, se habla de robalos que promedian 10
libras y llegan hasta 30 libras; cuberas que pueden pasar de 50 libras. Se ha
cogido alguna cherna de 30 libras. El sábalo de 30 a 50 libras, pudiera ser que
alguno llegara con más de 100 libras. Se logra hasta 20 picadas en la sesión de
pesca, pero lo normal es de 8 a 10 picadas. Se pesca el jurel, la jiguagua, la
cojinúa, es decir, el grupo de los jureles o jacks, de hasta 20 libras. Podría
haber macabí en las aguas inmediatas a los cayos meridionales, lo que
completaría un producto de pesca muy consistente.
Con
un embalse de tales dimensiones y la posibilidad de incorporar a las
operaciones de pesca a otros que ya estuvieron en la oferta del pasado ―Lebrije
y La Felicidad, entre otras― dos ríos excelentes y la ampliación de operaciones
en el área marítima inmediata a la costa
meridional espirituana, sin olvidar que asimismo opera una marina en la ciudad
de Trinidad, sería difícil no entender las potencialidades del enclave. Al
menos la combinación de la hotelera Islazul y la experiencia en pesca turística
de la agencia ECOTUR parece una carta con posibilidades de triunfo en esta
apuesta en que el recurso natural es el principal protagonista y, sin duda, uno
de los beneficiarios de un enfoque bien concebido. Constituido un Club de Pesca
con el hotel como sede, los vínculos con asociaciones similares serían una
estrategia segura y directa para la atracción de pescadores sin depender pasivamente
de turoperadores foráneos.
Hay
que despedirse de los amigos del hotel. Languidece la tarde y hay que terminar
atravesar casi costa a costa una provincia. Hay que pasar por Los Laureles a
recoger el equipaje y despedirnos, pues esta noche dormimos en el motel San
José del Lago. Enrumbamos al norte, pasando por Jarahueca, hacia Yaguajay. A
unos 16 km adelante de esta ciudad está San José del Lago, que tiene en efecto
unas lagunas, cuatro flamencos, mucho arbolado y una tranquilidad que solo
recesa alguna noche de la semana en torno al bar. La habitación es cómoda, con
aire acondicionado y agua templada para bañarse. En el restaurante cocinan
bien. Dormimos temprano, mañana es día de mar.
Caguanes
Tras
dos días laboriosos, hay que asumir un tercero todavía más. Madrugar sigue
siendo la norma, de modo que el café lo tomamos frente a casa del patrón, en
Yaguajay, a la luz del portal. En Playa Vitoria todavía era demasiado oscuro
para una foto inicial, y el cielo norteño estaba encapotado no de balde. Cuando
la luz de un sol medio escurridizo deja ver la superficie grisácea del mar
abordamos el Rayo con sus
tripulantes, Guacho y Rodobaldo. Esta
será una excursión a los cayos del Parque Nacional Caguanes.
El Rayo es
un “chalán”, de construcción típica de Tunas de Zaza. Tiene 6 metros de eslora
y menos de un metro de manga en su
punto
más ancho; al espejo de popa le ha de faltar algún centímetro para cubrir el
medio metro. Tiene fondo plano y un pequeño motor, una plantita italiana que
pistonea con empecinamiento y mueve el casco azul y blanco con agilidad. Algo
tiene esta nave que hace confortable el viaje hasta los cayos visibles en
lontananza desde tierra.
El
parque abarca una extensión de 20 488 hectáreas, más de la mitad marítimas, en
tanto las terrestres incluyen la península de Caguanes, una extensión inmediata
de humedales y numerosos cayos a la vista de tierra, un singular atractivo.
Cayo Caguanes mide 114 hectáreas de extensión y la mitad de las 70 cuevas del
área protegida. Hay una docena de formaciones vegetales, con 24 especies
endémicas, y 225 especies faunísticas, con destacada presencia de aves y
murciélagos. La huella de los habitantes indocubanos es otro de los valores del
Parque, con 37 sitios arqueológicos y un total de 27 pinturas murales.
Cada
cayo es como un promontorio de pura piedra caliza, amarillo rojiza, sobre el
cual la vegetación bulle en un muestrario de especies y géneros formidable: hay
su mangle rojo y prieto, el almácigo elegante, la uva caleta, y manigua de todo
tipo. Alguno posee agua, mucha caverna, una a nivel de la orilla es como un
refugio que invita, otra es un puente. Recalamos bajo llovizna al reparo de Ají
Chico. Después de estar un rato ahí, todo el mundo haciendo lances con
artificial a spinning, salvo uno a mosca, nos movemos a Cayo Ají Grande
aprovechando un escampado.
En
un extremo de Ají Grande, donde una punta concluye y torna hacia un playazo
bajo, se recesa un rato para que el Guacho
bucee en busca de carnada. Volvió al rato con cinco “bichos de esponja”, unos
gusanos poliquetos negros que desentierra de la arena del fondo, metiendo un
dedo en el orificio descubierto en el sedimento y continuando al tacto hasta
dar con el animalucho. Este libera un licor amarillo que mancha los dedos y
huele a yodo. Ahí, como en casi toda parada, hay que soportar otra banda de
aguacero, guareciéndose bajo una manta de polietileno, antes de seguir
adelante.
Cayo
Fábrica es paseado lentamente a lo largo de la orilla, dando palanca el patrón
para que los pescadores ensayen sus tiros con las cañas. Para llegar ahí hubo
que atravesar un brazo de mar más ancho y rizado por la marejada mediana que
levantan las franjas borrascosas, pero el Rayo
corta alegremente el oleaje. La costa de este cayo es una larga cola de mangle
bajo, que sigue al promontorio de rigor, a cuyas lagunas interiores se aventura
el bote. Hay mucha ave en el mangle, sobre todo garzas rojas y las grandes
marbellas. Apenas pica el pez hoy, que es luna llena; solo se han visto
agujones y alguna cubereta, y los de una embarcación cercana han cogido tres guaguanchos.
Pero tirar y cobrar la línea, perseguir cada disturbio de la superficie con el
ojo atento, respirar el aire que riza esas aguas, todo transmite vida.
Después de amainar un rato largo en lo que llaman el
recalo del Puente de Fábrica, una formación cársica de la que solo queda el
techo cubierto de vegetación como una jardinera colosal, El Rayo cruza hacia Cayo Salina, con su árbol erguido en el extremo
de mar abierto, como un orgulloso estandarte solitario. En la boca de un
canalizo nos refugia el patrón, con lo cual nos quita el impacto directo de uno
o dos aguaceros y nos pone finos cordeles en las manos para pescar en el agua
cristalina. Salen a cubierta los cinco bichos esponja, que el patrón secciona
en estrechos redondelitos de carne prieta; se inserta uno en el anzuelo, se
lanza con
corto impulso al canalizo y comenzamos a acopiar roncos medianos, hasta que hay
suficientes para el almuerzo. Ya limpios, se encienden los carbones del fogón, se
echa aceite en una negra cazuela de campaña y una tanda tras otra se fríe hasta
colmar el apetito.
Se
va el día completo. Noche será ya cuando el Rayo
se amarre al muelle. No haber visto Sancti Spíritus durante toda una vida
resulta al cabo una bendición, porque han ido los ojos y una porción intangible
del ser de un asombro a otro. Al fin queda algún sitio divino y gentes que se
esmeran a cuidarlo. Es suerte.
2 comentarios:
Buen Articulo Ismael, muy informativo. Ojala y algun dia pueda ir a pescar por uno de esos lugares. quisiera pedirle si podrias poner mas fotos de los peces que cojieron o videos si es posible. Muchas gracias por este articulo tan interesante.
Muy bueno realmente, dan ganas de ponerse a buscar la forma de ir a pescar a ese lugar.
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