¿SABE USTED DEL GRANADILLO?
Por Ismael León Almeida
― Al Purio. Hay que ir al Purio
―. Esta idea lleva usted en la cabeza apenas levantarse, el penúltimo día de
estancia en el pueblo de Onelio. Era la fecha anotada en el programa de trabajo
del viaje para explorar el estero del Granadillo. Porque, ¿de qué otro sitio
pudo sacar Onelio su mirada tan precisa hacia el mundo de aguas que hay en sus
cuentos? La intención no prosperó esta vez. Ninguna de las personas consultadas
daba crédito a la posibilidad de hallar en el apartado lugar alguna evidencia
del antiguo embarcadero y su inmediato asentamiento humano. Entonces nos
acercaríamos hasta el Purio, a que nos contaran, pero antes recorreríamos
Calabazar de Sagüa pidiendo información.
“Manigua y caña”, es todo lo que va a
encontrar, decían. Y encima, ninguna seguridad de hallar un medio de transporte
que garantizara la ida y sobre todo el retorno. Apenas descender del ómnibus
interprovincial, se escuchaba que dos hombres del lugar hablaban de pesca y les
preguntó acerca del Granadillo, y ellos insisten en lo deshabitado de aquella
zona, aunque a veces algunos pescaba allí en una balsa o en un chapín. Se cogía
sábalo. Como si la casualidad quisiera meterse en la conversación, en ese mismo
instante pasó uno con cuatro robalos bastante decentes colgados del timón de
una bicicleta. Pero en vano ilusionarse, porque los del pueblo pescan en la
playa El Piñón, que es donde tienen las embarcaciones. Sí, hubo un tiempo que
en Granadillo tuvo puesto de guardafronteras, pero luego lo quitaron. En cierto
momento, aquello fue una especie de
corredor migratorio hacia los Estados Unidos, comenta otro, hablando de
tiempos complicados.
Fuentes de información geográfica
cuya autoridad nadie ha puesto todavía en duda, no obstante considerar algunos
controvertido el saber de la época en que las publicaron, se refieren de manera
escueta, pero indudable, a ese rincón de
la tierra villaclareña. Se lee en una de ellas: “Granadillo. Geogr. Estero
que se forma en la desembocadura del río Caonao como de unas tres leguas de
extensión y de tan poco calado que sólo es navegable para lanchas y pequeñas
goletas. No ofrece abrigo. Costa N. del TM. de Calabazar de Sagüa, (LV). Por
este lugar exporta sus productos el Central Purio con el que se comunica por un
FC. privado” (Luis J. Bustamante: Enciclopedia Popular Cubana. Cultural
SA, La Habana, 1942, tomo 2, p. 228). Entretanto, el compendio titulado Cuba en la mano, que publicaron en 1940,
precisa en su página 73, acerca del mismo toponímico: “Embarcadero en la costa norte de Santa Clara
y en el TM de Calabazar de Sagüa, a la orilla derecha del río Caonao, y a poco
más de 3 km de embocadura del estero del Caonao. Está habilitado para el
comercio de cabotaje y es bastante concurrido. Forma un pequeño caserío”.
En una de las conversaciones con Fabiola a la hora de la comida, mientras la
convencía usted de que se dejara fotografiar por la mañana para el reportaje,
exteriorizó su desencanto por no poder ir al Granadillo. Ya había hecho el
primer sacrificio al salir de La Habana, dejando los avíos de pesca para no
comprometer el trabajo de investigación con los intereses recreativos. La buena
profesora escucha y recomienda: “Vaya a ver a Alberto Morales de mi parte”.
Santo y bueno, e igual santo y seña, porque decir que se viene de alguien
conocido abre un portillo a la confianza en cualquier parte.
La vivienda es una de esas
grandes y viejas casonas de mampostería de la parte más antigua de Calabazar de
Sagüa y esta queda en la primera cuadra de la calle 3ra del Sur. Hay un lada
blanco fuente a la puerta y eso significa visita, y está en efecto reunida la
familia en la sala. Se disculpa el recién llegado y ofrece volver en momento
más oportuno, pero insisten en atenderle. Alberto Morales está sentado en una
butaca rodeado de señoras, sus hijas, al parecer. Tiene 90 años y fue militar,
alguien sugirió que oficial de cierta graduación. Su memoria es lenta ya por la
edad, pero recuerda. Al mencionar el Granadillo, una de las señoras se pone a
comentar sus recuerdos del lugar; algún paseo por la orilla del estero. Había
unas quince casas allí, dice. El anciano, ojos abiertos de atención, sigue el
tema. Aprovecha el que pregunta para ver si puede decirle algo de la casa de la
finca La Rosa del Capitán. Resulta que es allí donde ellos vivían, en “Rosa
Capitán”, como le dicen. Confirma que era de dos plantas, pero no logra dar
otros detalles. Pausa de un instante como quien trata de concentrar sus
recuerdos y entonces termina la idea: “y detrás el barracón”.
― ¿Era donde vivían los
cortadores de caña en tiempo de zafra? ―, intenta el visitante, como quien echa
un lazo al recuerdo del otro para que no escape.
― Ahí, donde ellos vivían ―
confirma. Luego agrega que los pobladores de aquel lugar se dedicaban a la
siembra de caña y la cría de ganado. “Arroz no”, dice Alberto. Porque el arroz
fue él mismo quien empezó a sembrarlo.
La hija que lleva la voz cantante
― que parece como si en toda familia donde los padres envejecen hay una hija
que está a cargo―, guarda la tarjeta con los datos del visitante, que se
despide. Con suerte, el correo traerá algún día información o alguna vieja foto
del Granadillo, volviendo real lo que imagina el que no pudo estar por su
rumbo.
Cuando se hablaba del tema con
Fabiola estaba por allí un joven trabajador del hostal y comentó que su abuelo
había vivido muchos años en el Granadillo. La tarde iba a acabarse en cualquier
momento, imponiendo las rutinas a que la domesticidad acostumbra lo mismo a los
de la ciudad que en los pueblos llamados del interior, pero se sube al lado
norte del pueblo calle arriba, hasta dar, preguntando, con la dirección exacta
donde vive Orlando Peraza Muñoz. Lando,
le nombran sus conocidos y nació en un sitio llamado Morales, en el campo, que
está exactamente a mitad de camino entre Calabazar de Sagüa y el estero. Ahora
tiene 83 años y viviendo en la casa con su hija, Yulia Peraza, dirigente
sindical, y el nieto dicho, llamado Johan.
Tenía cinco años de edad cuando
sus padres decidieron dejar Morales y asentarse en Granadillo, donde Lando Peraza viviría casi toda su vida.
Ellos tenían una finca de 13 parcelas de 405 cordeles (1 cordel = 24 varas
cuadradas) para la siembra de arroz y la cría de ganado. Ahora posee las
tierras de las dos familias y solo ganado es lo que tienen allí, atendido por
un hijo, Fernando Peraza, que vive en la casa de al lado.
― Allí no quedan restos del
muelle, nada. Poco que ver allí ahora, donde había caserío de pescadores y
carboneros. Casi todos allí eran familia: los Consuegra, los Montera, los
Peraza, los Torres, los Morales... Nativos, criados de allí―. Menciona con un
punto y aparte a Alipio Martínez Vega, pero pasa el nombre y no atina mientras
toma algunas notas a preguntar quién era aquel por el que nombraron a un canal,
“el canal de Alipio”, aunque no serían pocos los canales con nombre donde esas
venas de agua, abiertas a mano para llegar a la base de los troncos destinados
al hacha y hacer vía por donde llevarlos al horno. La prisa es porque la tarde
es corta y ya está contando de lo que vivían las gentes allí: pescaban, hacían
carbón, cortaban leña para el ingenio durante los meses de noviembre y
diciembre, y criaban vacas, carneros, chivos, gallinas, caballos...
Recuerda la finca La Rosa del
Capitán, habla también de la casa de dos plantas, que tenía la parte de abajo
destruida. Todavía existe el terraplén, asegura, muy cogido de aroma. Después
que triunfó la revolución la gente se fue mudando de allí, fue mejorando, dice
también. En aquel lugar no había corriente eléctrica, tenían que comprar los
mandados en una bodega del Purio. Hubo un puesto de guardafronteras que más
tarde quitaron y trasladaron para la playa El Piñón el embarcadero de pesca que
allí había. Precisando el asunto de la pesca, dice:
― Tenían barquitos de motor y
alguno de vela. Se cogía buen peje de color, pargo, cubereta, caballerote. Se
traía al pueblo a vender porque todos los días entraba una “chispa” allí ―. Esa
“chispa”, sabemos, es un carrito de línea de ferrocarril, apenas una plataforma
chica, cuatro ruedas y un motor. Bien habría al que hizo el viaje para no dejar
de ir al estero, por poco que hubiera que ver.
Tarde de sol cansado viene
cayendo, pero aún se irá a tocar puerta en la casa de al lado, donde vive el
hijo. Viene amable el hombre que está ahora a cargo de las tierras de la
familia y atiende al periodista, que es oficio que todo el mundo le atribuye al
visitante. Sin extender éste el diálogo, en cortesía a que es hora en que la
gente se recoge a la vida de familia, a un paso de sentarse a la mesa y a otro
de prender los televisores para el asueto de la noche, se tiene no obstante la
promesa de llevarle a usted al Granadillo cuando haya un nuevo viaje. Entonces
trae de donde lo guarda hace tiempo un recorte de periódico que habla del
embarcadero del Granadillo. Es un artículo redactado a partir del libro Memoria histórica de la villa de Santa Clara
y su jurisdicción, publicado por Manuel Dionisio González, y por él se
llega a conocer que la ciudad mencionada en el título, tras sucesivas pérdidas
de ricos territorios de su antigua influencia debido a divisiones político
administrativas, reclamaba a comienzos de 1848 el estero de Granadillo para
disponer allí de un puerto propio, pretensión que generó pugnas con Sagüa la Grande,
la nueva tenencia de Gobierno Político Militar cuya formación decretó el
capitán general Leopoldo O’Donnell en 1844, por hallarse el estero en su
jurisdicción territorial (Luis Machado Ordaz:
“Escudriñando archivos (20)”. Vanguardia,
Santa Clara, 17 de marzo de 2012, p. 3).
De manera que saber, lo que se
dice saber, algo ya se iba conociendo de aquel sitio donde algunos testimonios
ponían buenos momentos de la infancia del cuentista, recorriendo con libertad
el territorio hacia el mar, donde la monotonía de los cañaverales iba a
romperse entre los manglares llenos de aves y sospecha de cocodrilos, donde
aparecían otras gentes de muy diversa humanidad, entre el embarcadero con su
movimiento en tiempo de zafra y los carboneros adivinados en su encierro del
bosque por el olor de la quema y el humo que subía entre las hojas hasta
difuminarse por encima de las copas. Asistir una y otra vez a la partida de los
barquichuelos de los pescadores, perdiéndose en las curvas del estero, hasta
tener edad para que el padre consintiera llevarles a los cayos, en el límite
allá afuera. De allí, viene de la vivencia de ese trozo de mundo incontaminado,
visto en la edad de los recuerdos imborrables, donde pudo llegar a su
sensibilidad el único fragmento de texto esperanzado y puro, para ponerlo luego
en medio de uno del que tal vez sea el más cruel de sus cuentos, “Hilario en el
tiempo”:
¿Y si fueran los buenos recuerdos que tienen
que ver con el río en el verano, el agua fresca, los mangos, los aguacates
lustrosos donde da la luz y brilla mojada, o aquella otra vez del mar cuando el
padre ―después de halar y halar― vino a ponerle delante el primer pescado
grande y vivo, soltando chispas de agua de oro, coleteando enloquecido? (356).
Cuando menos había que ir al
Purio, o central azucarero Perucho Figueredo, que es lo mismo, en término de
direcciones, aunque la población sigue el antiguo nombre y queda el del bayamés
patriota y venerado autor del himno nacional para la industria del lugar. Y se
fue al Purio una tarde en un ómnibus pequeño y bien repleto. Como son solo
cinco kilómetros, en minutos estaba calculando en cuál de los cinco o seis
edificios de apartamentos a la vista viviría Enrique Consuegra, de quien
esperaba usted más noticias sobre Granadillo, porque una buena amiga, Basilisa
Montera, que alentó al autor a no renunciar a su viaje entrañable a Calabazar
de Sagüa, le habló de éste, su primo, como de un antiguo pescador que por la
orilla del estero vivió bastante allí y sabía lo que había que saber.
Fácil fue encontrar a Enrique Consuegra, aunque no vivía donde se creyó, sino
en una casita de mampostería con su mujer, y por suerte estaba en casa,
reposando el mediodía. Tiene sus 72 años de edad, que no se echan a ver en
hombre que trabaja con los brazos, y más si mucho del tiempo se pasa respirando
el salitre. Y sí, sabe del Granadillo como si le llevara escrito en unas
cuartillas muy ordenadas y releídas de tanto en tanto.
― Por Granadillo embarcaban el
azúcar y las mieles producidas en el central azucarero Purio. Las exportaciones
se realizaban en sacos de 13 arrobas (325 lb.) y 10 arrobas (250 lb.), que
llegaban por la línea de ferrocarril perteneciente al mismo ingenio y en el
embarcadero las montaban en las patanas; había dos para el azúcar en sacos, que
estaban a cargo de dos patrones de Isabela de Sagüa, Oscar y Trujillo, y una
patana tanque para las mieles, mandada por Aurelio, que era de Caibarién. Los
remolcadores eran el Silvia y el Magdalena, y había también una lanchita,
que el patrón era Machín.
Más que familiar tiene que
resultarle a Consuegra la vía de agua que entre manglares sale a la bahía
interior que en el límite del horizonte apenas deja ver los cayos que la
limitan. “El canal del Granadillo tiene
unos 12 km y demora más o menos una hora atravesarlo en una lancha a motor,
yendo a una velocidad de unos 7 nudos”, dice, y se le puede entender porque se
ha llevado a la mesa donde se conversa un croquis hecho a partir de un buen
mapa. Agrega el pescador que las patanas tomaban rumbo por Cayo Alto y
trasladaban el producto hasta un buque mercante que fondeaba en la Boya 19, “La
Lumínica”, frente a cayo Inglés, donde había 18 brazas de profundidad.
― Este embarcadero estuvo activo
hasta que los embarques de azúcar comenzaron a hacerse a granel, después de
1959 ― dice Enrique Consuegra y mientras anotamos se adelanta a la pregunta que
ya venía ―: Cerca del embarcadero había entre veinte y veinticinco ranchos de
yagua, incluido el mío. Los habitantes de ese lugar eran pescadores, carboneros
y cortadores de leña que utilizaba el central para levantar presión al inicio
de la zafra.
La detallada crónica de su
terruño que lleva en la memoria este pescador abunda en detalles que sorprenden
mucho más que si la suerte le hubiera deparado a uno el hallazgo de un ordenado
registro notarial con las mejores respuestas del tema buscado:
“Los montes de Granadillo, donde
se cortaba la leña y se hacía el carbón, se hallaban bajo la jurisdicción de la
Marina de Guerra y estaban arrendados a dos contratistas” ― explica. El
arrendatario del lado izquierdo, occidental, del canalizo, era Francisco Pancho Moreno, y el de la derecha, o
sea, la banda oriental del estero, Tiburcio González, alias Pelo Malo. El carbón se hacía en el
mismo poblado o en la boca del Granadillo. Ellos negociaban con el arrendatario
de los montes la madera para los hornos de carbón y luego le vendían el
producto a ese mismo individuo. La leña era para el ingenio, al comenzar la
zafra, cuando todavía no había bagazo suficiente para quemar en los hornos y
darle presión de vapor a la fábrica.
Cuando llegué al rancho, Martínez estaba
recontando lo dicho:
― Le dije: don Bruno, hace veinte años que
trabajo para su corte. hora necesito un horno de yana para nosotros. Me miró
hasta los pies, se quitó el palito de la boca y dijo:
― Pero amigo, ¿sabe usted lo que vale un
horno de yana?
― Pregúntele al cayo si lo sé o no lo sé. (93)
La familia Consuegra vivía de la
pesca; sus integrantes eran Felix, el padre, y María, la madre, con sus 10
hijos. Pescaban en una chalanita de 18 pies de eslora (unos 5 metros), que se
movía a motor, o vela, o remo. Como avío usaban la pita y el anzuelo y la forma
de pesca era a fondo, en los pesqueros de Cayo Alto, Veral (o Vaca?), Tocinera,
Carenero, cayo la Vela, según lo pidiera la corrida. Las especies más buscadas
eran el caballerote, el pargo, la cubera. Aquella embarcación tenía un vivero
al que le cabían trescientas libras de pescado, o sea, tres cajas, o 12
arrobas, según la unidad de medida corriente en la época. Podían estar de dos a
tres días en el pesquero y luego traían el pescado a Granadillo, lo cargaban en
una “chispa”, para ir a venderlo al Purio por la línea de ferrocarril. El
precio de venta de aquella época era entre 10 y 12 centavos por libra. El más preciado era el pescado de
color –el pargo criollo, la rabirrubia, la biajaiba- que valía 12 centavos la libra.
El peje de casta costaba a 10 centavos por libra y eran el caballerote,
figurinas, cuberetas, cherna, aguají, jocú; y el más barato era el pescado
blanco: gallego, jiguagua, lisa, picúa, sábalo, etc., por el que se cobraba a 8
centavos la libra.
A los pobladores que quedaban allí les dieron casas y se mudaron al Purio o a
un poblado nombrado La Sierra. “Yo vine por mis propios medios”. Vivieron los
Consuegra en Granadillo hasta 1972, cuando se mudaron a Calabazar de Sagüa
donde vivió hasta que fallece su primera esposa. Su padre tenía 73 años y la
madre 68 al morir, ambos en el Granadillo. En el pobladito del estero no había
corriente eléctrica, se alumbraban con
“chismosa” de petróleo o keroseno, y el agua del pozo era salobre. Para
el transporte al Purio contaban con dos coches motor con bancos para los
viajeros, llamados gascar. Los
conductores eran Tomasito Peñate y Severo. Este medio de transporte lo
utilizaban frecuentemente los cortadores de arroz que se trasladaban a diario a
faenar en el mismo Granadillo o en Playa Piñón, Algodonera, Galdós, Corea y
otros sitios.
Epílogo
Onelio Jorge Cardoso permanece
afincado en la memoria colectiva de sus coterráneos, y esa espontánea vigencia es
la primera razón a la que apelaría si alguien intentara generar acciones
culturales a partir de los valores más auténticos de Calabazar de Sagüa. El
pueblo, que no es tan chico y posee una población de apreciable nivel
educacional, posee también condiciones a la vista para concebir unos cuantos
productos turísticos atractivos a partir de valores naturales y, sobre todo la
trascendencia de su legado cultural. Como un llamado de atención tal vez
casual, uno de los días de estancia se vio a una pareja de cicloturistas
extranjeros detenerse a almorzar en el hostal del centro del pueblo, como señal
de que muchos más podrían pedalear por esa banda de la Isla, por lo demás en
una posición intermedia entre dos importantes polos turísticos, a saber:
Varadero y la Cayería Noreste de Villa Clara, con sus fabulosos y bien dotados
Cayo Santa María, Los Ensenachos y el pequeño y prometedor Las Brujas.
La situación ambiental del río
Calabazar merecería una atención a la altura de lo que la ciencia del país
puede ofrecer. El territorio cuenta asimismo con la playa El Piñón, donde –ojo:
sin menoscabar jamás el disfrute que tradicionalmente hacen allí los locales-
puede que alguna oferta fuera posible para visitantes, sea en baños de mar,
paseos litorales o excursiones marítimas. Estuarios como el Granadillo
probablemente prometan ahora mismo pesca de avíos ligeros de aceptable calidad,
para especies atractivas como el sábalo y el robalo, y observación de la
naturaleza.
La decisión de 1976 de retirar la
condición de municipio a Calabazar de Sagüa debió tener una razón muy poderosa,
porque, leo en un libro de su historia todavía inédito, que tuvieron que
dividirlo en tres porciones. De modo que motivo de extensión territorial no
habría; tampoco en lo económico, que posee una larga evolución, como también
puede leerse. Y en lo cultural, tanto como en el sentido de unidad y
pertenencia de su población, algo se ha visto en las vivencias que hemos podido
transmitir, de esta visita.
Desde la lectura de una obra que
se adquirió por curiosidad en una librería, logramos entender en alguna medida
la seriedad de los procesos de integración social que caracterizan las
comunidades formadas y sostenidas históricamente. El libro se titula Hacia una antropología social urbana en Cuba,
del autor Avelino Couceiro Rodríguez (Fundación Fernando Ortíz, La Habana,
2009) y, si acaso entendimos algo de ella, es el fatal error de quebrar de
manera voluntarista lo que la historia y la convivencia se encargaron de
configurar en las poblaciones.
En el estudio,
dedicado al municipio capitalino de Plaza de la Revolución, señala el autor (p.
313): “...la propia división de 1976 en municipios y esta de 1990 en consejos
populares obviaron absolutamente la raíz e identidad de las comunidades y de
modo muy acientífico, se limitaron a tener en cuenta el número de electores,
con un estrecho espíritu administrativo y «cuantitativista»”. Entretanto, el
prologuista, Dr. Jesús Guanche Pérez, un reconocido especialista cubano en el
área de las Ciencias Sociales, hace énfasis asimismo en (p. 5): “la inoperatividad
de cualquier división político-administrativa cuando se pasa por alto a los
seres humanos con sus peculiaridades culturales y se les considera solo masa
estadística (dato demográfico global) y no como portadores y trasmisores de
diversos rasgos culturales”.
Parte 1Parte 2
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