30 diciembre 2018



¿SABE USTED DEL GRANADILLO?
Por Ismael León Almeida

― Al Purio. Hay que ir al Purio ―. Esta idea lleva usted en la cabeza apenas levantarse, el penúltimo día de estancia en el pueblo de Onelio. Era la fecha anotada en el programa de trabajo del viaje para explorar el estero del Granadillo. Porque, ¿de qué otro sitio pudo sacar Onelio su mirada tan precisa hacia el mundo de aguas que hay en sus cuentos? La intención no prosperó esta vez. Ninguna de las personas consultadas daba crédito a la posibilidad de hallar en el apartado lugar alguna evidencia del antiguo embarcadero y su inmediato asentamiento humano. Entonces nos acercaríamos hasta el Purio, a que nos contaran, pero antes recorreríamos Calabazar de Sagüa pidiendo información.
 “Manigua y caña”, es todo lo que va a encontrar, decían. Y encima, ninguna seguridad de hallar un medio de transporte que garantizara la ida y sobre todo el retorno. Apenas descender del ómnibus interprovincial, se escuchaba que dos hombres del lugar hablaban de pesca y les preguntó acerca del Granadillo, y ellos insisten en lo deshabitado de aquella zona, aunque a veces algunos pescaba allí en una balsa o en un chapín. Se cogía sábalo. Como si la casualidad quisiera meterse en la conversación, en ese mismo instante pasó uno con cuatro robalos bastante decentes colgados del timón de una bicicleta. Pero en vano ilusionarse, porque los del pueblo pescan en la playa El Piñón, que es donde tienen las embarcaciones. Sí, hubo un tiempo que en Granadillo tuvo puesto de guardafronteras, pero luego lo quitaron. En cierto momento, aquello fue una especie de  corredor migratorio hacia los Estados Unidos, comenta otro, hablando de tiempos complicados.
Fuentes de información geográfica cuya autoridad nadie ha puesto todavía en duda, no obstante considerar algunos controvertido el saber de la época en que las publicaron, se refieren de manera escueta, pero indudable,  a ese rincón de la tierra villaclareña. Se lee en una de ellas: “Granadillo. Geogr. Estero que se forma en la desembocadura del río Caonao como de unas tres leguas de extensión y de tan poco calado que sólo es navegable para lanchas y pequeñas goletas. No ofrece abrigo. Costa N. del TM. de Calabazar de Sagüa, (LV). Por este lugar exporta sus productos el Central Purio con el que se comunica por un FC. privado” (Luis J. Bustamante: Enciclopedia Popular Cubana. Cultural SA, La Habana, 1942, tomo 2, p. 228). Entretanto, el compendio titulado Cuba en la mano, que publicaron en 1940, precisa en su página 73, acerca del mismo toponímico:  “Embarcadero en la costa norte de Santa Clara y en el TM de Calabazar de Sagüa, a la orilla derecha del río Caonao, y a poco más de 3 km de embocadura del estero del Caonao. Está habilitado para el comercio de cabotaje y es bastante concurrido. Forma un pequeño caserío”.
En una de las conversaciones con Fabiola a la hora de la comida, mientras la convencía usted de que se dejara fotografiar por la mañana para el reportaje, exteriorizó su desencanto por no poder ir al Granadillo. Ya había hecho el primer sacrificio al salir de La Habana, dejando los avíos de pesca para no comprometer el trabajo de investigación con los intereses recreativos. La buena profesora escucha y recomienda: “Vaya a ver a Alberto Morales de mi parte”. Santo y bueno, e igual santo y seña, porque decir que se viene de alguien conocido abre un portillo a la confianza en cualquier parte.
La vivienda es una de esas grandes y viejas casonas de mampostería de la parte más antigua de Calabazar de Sagüa y esta queda en la primera cuadra de la calle 3ra del Sur. Hay un lada blanco fuente a la puerta y eso significa visita, y está en efecto reunida la familia en la sala. Se disculpa el recién llegado y ofrece volver en momento más oportuno, pero insisten en atenderle. Alberto Morales está sentado en una butaca rodeado de señoras, sus hijas, al parecer. Tiene 90 años y fue militar, alguien sugirió que oficial de cierta graduación. Su memoria es lenta ya por la edad, pero recuerda. Al mencionar el Granadillo, una de las señoras se pone a comentar sus recuerdos del lugar; algún paseo por la orilla del estero. Había unas quince casas allí, dice. El anciano, ojos abiertos de atención, sigue el tema. Aprovecha el que pregunta para ver si puede decirle algo de la casa de la finca La Rosa del Capitán. Resulta que es allí donde ellos vivían, en “Rosa Capitán”, como le dicen. Confirma que era de dos plantas, pero no logra dar otros detalles. Pausa de un instante como quien trata de concentrar sus recuerdos y entonces termina la idea: “y detrás el barracón”.

― ¿Era donde vivían los cortadores de caña en tiempo de zafra? ―, intenta el visitante, como quien echa un lazo al recuerdo del otro para que no escape.
― Ahí, donde ellos vivían ― confirma. Luego agrega que los pobladores de aquel lugar se dedicaban a la siembra de caña y la cría de ganado. “Arroz no”, dice Alberto. Porque el arroz fue él mismo quien empezó a sembrarlo.

La hija que lleva la voz cantante ― que parece como si en toda familia donde los padres envejecen hay una hija que está a cargo―, guarda la tarjeta con los datos del visitante, que se despide. Con suerte, el correo traerá algún día información o alguna vieja foto del Granadillo, volviendo real lo que imagina el que no pudo estar por su rumbo.
Cuando se hablaba del tema con Fabiola estaba por allí un joven trabajador del hostal y comentó que su abuelo había vivido muchos años en el Granadillo. La tarde iba a acabarse en cualquier momento, imponiendo las rutinas a que la domesticidad acostumbra lo mismo a los de la ciudad que en los pueblos llamados del interior, pero se sube al lado norte del pueblo calle arriba, hasta dar, preguntando, con la dirección exacta donde vive Orlando Peraza Muñoz. Lando, le nombran sus conocidos y nació en un sitio llamado Morales, en el campo, que está exactamente a mitad de camino entre Calabazar de Sagüa y el estero. Ahora tiene 83 años y viviendo en la casa con su hija, Yulia Peraza, dirigente sindical, y el nieto dicho, llamado Johan.
Tenía cinco años de edad cuando sus padres decidieron dejar Morales y asentarse en Granadillo, donde Lando Peraza viviría casi toda su vida. Ellos tenían una finca de 13 parcelas de 405 cordeles (1 cordel = 24 varas cuadradas) para la siembra de arroz y la cría de ganado. Ahora posee las tierras de las dos familias y solo ganado es lo que tienen allí, atendido por un hijo, Fernando Peraza, que vive en la casa de al lado.
― Allí no quedan restos del muelle, nada. Poco que ver allí ahora, donde había caserío de pescadores y carboneros. Casi todos allí eran familia: los Consuegra, los Montera, los Peraza, los Torres, los Morales... Nativos, criados de allí―. Menciona con un punto y aparte a Alipio Martínez Vega, pero pasa el nombre y no atina mientras toma algunas notas a preguntar quién era aquel por el que nombraron a un canal, “el canal de Alipio”, aunque no serían pocos los canales con nombre donde esas venas de agua, abiertas a mano para llegar a la base de los troncos destinados al hacha y hacer vía por donde llevarlos al horno. La prisa es porque la tarde es corta y ya está contando de lo que vivían las gentes allí: pescaban, hacían carbón, cortaban leña para el ingenio durante los meses de noviembre y diciembre, y criaban vacas, carneros, chivos, gallinas, caballos...
Recuerda la finca La Rosa del Capitán, habla también de la casa de dos plantas, que tenía la parte de abajo destruida. Todavía existe el terraplén, asegura, muy cogido de aroma. Después que triunfó la revolución la gente se fue mudando de allí, fue mejorando, dice también. En aquel lugar no había corriente eléctrica, tenían que comprar los mandados en una bodega del Purio. Hubo un puesto de guardafronteras que más tarde quitaron y trasladaron para la playa El Piñón el embarcadero de pesca que allí había. Precisando el asunto de la pesca, dice:
― Tenían barquitos de motor y alguno de vela. Se cogía buen peje de color, pargo, cubereta, caballerote. Se traía al pueblo a vender porque todos los días entraba una “chispa” allí ―. Esa “chispa”, sabemos, es un carrito de línea de ferrocarril, apenas una plataforma chica, cuatro ruedas y un motor. Bien habría al que hizo el viaje para no dejar de ir al estero, por poco que hubiera que ver.
Tarde de sol cansado viene cayendo, pero aún se irá a tocar puerta en la casa de al lado, donde vive el hijo. Viene amable el hombre que está ahora a cargo de las tierras de la familia y atiende al periodista, que es oficio que todo el mundo le atribuye al visitante. Sin extender éste el diálogo, en cortesía a que es hora en que la gente se recoge a la vida de familia, a un paso de sentarse a la mesa y a otro de prender los televisores para el asueto de la noche, se tiene no obstante la promesa de llevarle a usted al Granadillo cuando haya un nuevo viaje. Entonces trae de donde lo guarda hace tiempo un recorte de periódico que habla del embarcadero del Granadillo. Es un artículo redactado a partir del libro Memoria histórica de la villa de Santa Clara y su jurisdicción, publicado por Manuel Dionisio González, y por él se llega a conocer que la ciudad mencionada en el título, tras sucesivas pérdidas de ricos territorios de su antigua influencia debido a divisiones político administrativas, reclamaba a comienzos de 1848 el estero de Granadillo para disponer allí de un puerto propio, pretensión que generó pugnas con Sagüa la Grande, la nueva tenencia de Gobierno Político Militar cuya formación decretó el capitán general Leopoldo O’Donnell en 1844, por hallarse el estero en su jurisdicción territorial (Luis Machado Ordaz: “Escudriñando archivos (20)”. Vanguardia, Santa Clara, 17 de marzo de 2012, p. 3).
De manera que saber, lo que se dice saber, algo ya se iba conociendo de aquel sitio donde algunos testimonios ponían buenos momentos de la infancia del cuentista, recorriendo con libertad el territorio hacia el mar, donde la monotonía de los cañaverales iba a romperse entre los manglares llenos de aves y sospecha de cocodrilos, donde aparecían otras gentes de muy diversa humanidad, entre el embarcadero con su movimiento en tiempo de zafra y los carboneros adivinados en su encierro del bosque por el olor de la quema y el humo que subía entre las hojas hasta difuminarse por encima de las copas. Asistir una y otra vez a la partida de los barquichuelos de los pescadores, perdiéndose en las curvas del estero, hasta tener edad para que el padre consintiera llevarles a los cayos, en el límite allá afuera. De allí, viene de la vivencia de ese trozo de mundo incontaminado, visto en la edad de los recuerdos imborrables, donde pudo llegar a su sensibilidad el único fragmento de texto esperanzado y puro, para ponerlo luego en medio de uno del que tal vez sea el más cruel de sus cuentos, “Hilario en el tiempo”:
¿Y si fueran los buenos recuerdos que tienen que ver con el río en el verano, el agua fresca, los mangos, los aguacates lustrosos donde da la luz y brilla mojada, o aquella otra vez del mar cuando el padre ―después de halar y halar― vino a ponerle delante el primer pescado grande y vivo, soltando chispas de agua de oro, coleteando enloquecido? (356).
Cuando menos había que ir al Purio, o central azucarero Perucho Figueredo, que es lo mismo, en término de direcciones, aunque la población sigue el antiguo nombre y queda el del bayamés patriota y venerado autor del himno nacional para la industria del lugar. Y se fue al Purio una tarde en un ómnibus pequeño y bien repleto. Como son solo cinco kilómetros, en minutos estaba calculando en cuál de los cinco o seis edificios de apartamentos a la vista viviría Enrique Consuegra, de quien esperaba usted más noticias sobre Granadillo, porque una buena amiga, Basilisa Montera, que alentó al autor a no renunciar a su viaje entrañable a Calabazar de Sagüa, le habló de éste, su primo, como de un antiguo pescador que por la orilla del estero vivió bastante allí y sabía lo que había que saber.
Fácil fue encontrar a Enrique Consuegra, aunque no vivía donde se creyó, sino en una casita de mampostería con su mujer, y por suerte estaba en casa, reposando el mediodía. Tiene sus 72 años de edad, que no se echan a ver en hombre que trabaja con los brazos, y más si mucho del tiempo se pasa respirando el salitre. Y sí, sabe del Granadillo como si le llevara escrito en unas cuartillas muy ordenadas y releídas de tanto en tanto. 

― Por Granadillo embarcaban el azúcar y las mieles producidas en el central azucarero Purio. Las exportaciones se realizaban en sacos de 13 arrobas (325 lb.) y 10 arrobas (250 lb.), que llegaban por la línea de ferrocarril perteneciente al mismo ingenio y en el embarcadero las montaban en las patanas; había dos para el azúcar en sacos, que estaban a cargo de dos patrones de Isabela de Sagüa, Oscar y Trujillo, y una patana tanque para las mieles, mandada por Aurelio, que era de Caibarién. Los remolcadores eran el Silvia y el Magdalena, y había también una lanchita, que el patrón era Machín.
Más que familiar tiene que resultarle a Consuegra la vía de agua que entre manglares sale a la bahía interior que en el límite del horizonte apenas deja ver los cayos que la limitan.  “El canal del Granadillo tiene unos 12 km y demora más o menos una hora atravesarlo en una lancha a motor, yendo a una velocidad de unos 7 nudos”, dice, y se le puede entender porque se ha llevado a la mesa donde se conversa un croquis hecho a partir de un buen mapa. Agrega el pescador que las patanas tomaban rumbo por Cayo Alto y trasladaban el producto hasta un buque mercante que fondeaba en la Boya 19, “La Lumínica”, frente a cayo Inglés, donde había 18 brazas de profundidad.

― Este embarcadero estuvo activo hasta que los embarques de azúcar comenzaron a hacerse a granel, después de 1959 ― dice Enrique Consuegra y mientras anotamos se adelanta a la pregunta que ya venía ―: Cerca del embarcadero había entre veinte y veinticinco ranchos de yagua, incluido el mío. Los habitantes de ese lugar eran pescadores, carboneros y cortadores de leña que utilizaba el central para levantar presión al inicio de la zafra.
La detallada crónica de su terruño que lleva en la memoria este pescador abunda en detalles que sorprenden mucho más que si la suerte le hubiera deparado a uno el hallazgo de un ordenado registro notarial con las mejores respuestas del tema buscado:
“Los montes de Granadillo, donde se cortaba la leña y se hacía el carbón, se hallaban bajo la jurisdicción de la Marina de Guerra y estaban arrendados a dos contratistas” ― explica. El arrendatario del lado izquierdo, occidental, del canalizo, era Francisco Pancho Moreno, y el de la derecha, o sea, la banda oriental del estero, Tiburcio González, alias Pelo Malo. El carbón se hacía en el mismo poblado o en la boca del Granadillo. Ellos negociaban con el arrendatario de los montes la madera para los hornos de carbón y luego le vendían el producto a ese mismo individuo. La leña era para el ingenio, al comenzar la zafra, cuando todavía no había bagazo suficiente para quemar en los hornos y darle presión de vapor a la fábrica.
Cuando llegué al rancho, Martínez estaba recontando lo dicho:
― Le dije: don Bruno, hace veinte años que trabajo para su corte. hora necesito un horno de yana para nosotros. Me miró hasta los pies, se quitó el palito de la boca y dijo:
― Pero amigo, ¿sabe usted lo que vale un horno de yana?
― Pregúntele al cayo si lo sé o no lo sé. (93)

La familia Consuegra vivía de la pesca; sus integrantes eran Felix, el padre, y María, la madre, con sus 10 hijos. Pescaban en una chalanita de 18 pies de eslora (unos 5 metros), que se movía a motor, o vela, o remo. Como avío usaban la pita y el anzuelo y la forma de pesca era a fondo, en los pesqueros de Cayo Alto, Veral (o Vaca?), Tocinera, Carenero, cayo la Vela, según lo pidiera la corrida. Las especies más buscadas eran el caballerote, el pargo, la cubera. Aquella embarcación tenía un vivero al que le cabían trescientas libras de pescado, o sea, tres cajas, o 12 arrobas, según la unidad de medida corriente en la época. Podían estar de dos a tres días en el pesquero y luego traían el pescado a Granadillo, lo cargaban en una “chispa”, para ir a venderlo al Purio por la línea de ferrocarril. El precio de venta de aquella época era entre 10 y 12 centavos por  libra. El más preciado era el pescado de color –el pargo criollo, la rabirrubia, la biajaiba- que valía 12 centavos la libra. El peje de casta costaba a 10 centavos por libra y eran el caballerote, figurinas, cuberetas, cherna, aguají, jocú; y el más barato era el pescado blanco: gallego, jiguagua, lisa, picúa, sábalo, etc., por el que se cobraba a 8 centavos la libra.
A los pobladores que quedaban allí les dieron casas y se mudaron al Purio o a un poblado nombrado La Sierra. “Yo vine por mis propios medios”. Vivieron los Consuegra en Granadillo hasta 1972, cuando se mudaron a Calabazar de Sagüa donde vivió hasta que fallece su primera esposa. Su padre tenía 73 años y la madre 68 al morir, ambos en el Granadillo. En el pobladito del estero no había corriente eléctrica, se alumbraban con  “chismosa” de petróleo o keroseno, y el agua del pozo era salobre. Para el transporte al Purio contaban con dos coches motor con bancos para los viajeros, llamados gascar. Los conductores eran Tomasito Peñate y Severo. Este medio de transporte lo utilizaban frecuentemente los cortadores de arroz que se trasladaban a diario a faenar en el mismo Granadillo o en Playa Piñón, Algodonera, Galdós, Corea y otros sitios.

Epílogo
Onelio Jorge Cardoso permanece afincado en la memoria colectiva de sus coterráneos, y esa espontánea vigencia es la primera razón a la que apelaría si alguien intentara generar acciones culturales a partir de los valores más auténticos de Calabazar de Sagüa. El pueblo, que no es tan chico y posee una población de apreciable nivel educacional, posee también condiciones a la vista para concebir unos cuantos productos turísticos atractivos a partir de valores naturales y, sobre todo la trascendencia de su legado cultural. Como un llamado de atención tal vez casual, uno de los días de estancia se vio a una pareja de cicloturistas extranjeros detenerse a almorzar en el hostal del centro del pueblo, como señal de que muchos más podrían pedalear por esa banda de la Isla, por lo demás en una posición intermedia entre dos importantes polos turísticos, a saber: Varadero y la Cayería Noreste de Villa Clara, con sus fabulosos y bien dotados Cayo Santa María, Los Ensenachos y el pequeño y prometedor Las Brujas.
La situación ambiental del río Calabazar merecería una atención a la altura de lo que la ciencia del país puede ofrecer. El territorio cuenta asimismo con la playa El Piñón, donde –ojo: sin menoscabar jamás el disfrute que tradicionalmente hacen allí los locales- puede que alguna oferta fuera posible para visitantes, sea en baños de mar, paseos litorales o excursiones marítimas. Estuarios como el Granadillo probablemente prometan ahora mismo pesca de avíos ligeros de aceptable calidad, para especies atractivas como el sábalo y el robalo, y observación de la naturaleza.
La decisión de 1976 de retirar la condición de municipio a Calabazar de Sagüa debió tener una razón muy poderosa, porque, leo en un libro de su historia todavía inédito, que tuvieron que dividirlo en tres porciones. De modo que motivo de extensión territorial no habría; tampoco en lo económico, que posee una larga evolución, como también puede leerse. Y en lo cultural, tanto como en el sentido de unidad y pertenencia de su población, algo se ha visto en las vivencias que hemos podido transmitir, de esta visita.
Desde la lectura de una obra que se adquirió por curiosidad en una librería, logramos entender en alguna medida la seriedad de los procesos de integración social que caracterizan las comunidades formadas y sostenidas históricamente. El libro se titula Hacia una antropología social urbana en Cuba, del autor Avelino Couceiro Rodríguez (Fundación Fernando Ortíz, La Habana, 2009) y, si acaso entendimos algo de ella, es el fatal error de quebrar de manera voluntarista lo que la historia y la convivencia se encargaron de configurar en las poblaciones.
En el estudio, dedicado al municipio capitalino de Plaza de la Revolución, señala el autor (p. 313): “...la propia división de 1976 en municipios y esta de 1990 en consejos populares obviaron absolutamente la raíz e identidad de las comunidades y de modo muy acientífico, se limitaron a tener en cuenta el número de electores, con un estrecho espíritu administrativo y «cuantitativista»”. Entretanto, el prologuista, Dr. Jesús Guanche Pérez, un reconocido especialista cubano en el área de las Ciencias Sociales, hace énfasis asimismo en (p. 5): “la inoperatividad de cualquier división político-administrativa cuando se pasa por alto a los seres humanos con sus peculiaridades culturales y se les considera solo masa estadística (dato demográfico global) y no como portadores y trasmisores de diversos rasgos culturales”.
Parte 1


 


Parte 2












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